Roberto Burgos Cantor
A quienes nos correspondió, por fortuna o por resistencia, pasar de un siglo a otro, estar inmersos en vicisitudes que pusieron a prueba la esperanza y enseñaron que los logros virtuosos pueden evaporarse y arrasar con la vanidad y el orgullo, quizá tengamos la predisposición a los balances.
Esos momentos en que el cielo se aquieta, la tierra se silencia y el caudal imprevisto de la memoria suelta sus esclusas.
Aparecen rostros: esa edad sin tiempo que colmaba los días y los sueños. Juegos de bolitas de cristal, caballos de palo o humanos, el cave, palabra que no encuentro en ningún lexicón, un juego popular donde se empujaba una piedra con otra piedra a un hueco en la tierra, la tapita, rudimentario beisbol en el cual se podía perder un ojo.
Estaban allí las primeras manifestaciones de la amistad. Nos llamábamos amigos. Un sentimiento sin intereses. Aquello que las muchachas llaman química.
La niñez es un estado dependiente. Era frecuente que se perdiera el curso de esos vínculos que mostraron por primera vez al otro. Las mudanzas, los cambios de colegio.
En la edad que seguía tampoco había intereses. Tal vez, si, afinidades. Compincherías. Lecturas compartidas. La ansiedad de los primeros enamoramientos. La felicidad y la desolación.
Y de repente la comunidad escolar llegaba a la frontera de las despedidas. Cada quien tomaría la ruta de estudios diversos. Momento en que la miedosa y atribulada soledad de salir de casa y quedarse paralizado en la puerta del kínder, se repetía con igual sensibilidad y una conciencia dolorosa. La vida ahora tenía más paisaje y una población de seres incrustada en lo que éramos.
Recuerdo: Óscar Bertel y yo en los rescoldos de los carbones de noviembre nos fuimos a bailar a la sala del hotel San Felipe. Nos echaron a la primera bruma del amanecer con una canción que repitieron siete veces, vámonos caminando yo me voy a Cartagena. Nos despedimos de Ana y Marina. Ésta, sobrellevaba una vocación indecisa de monja de clausura. Desconcertados por lo que finalizaba y el incierto empezar nos encaramamos a la muralla, enfrente del colegio de la Presentación. Oímos los cerrojos que cerraba Marina y el creciente suspiro del mar. Enfriaba el amanecer. Vimos un toro acuerpado, cuernos soberbios que se adentraba entre las olas. ¿Ron de Obregón? Sobrecogidos, esperamos. El mar se tragó a la bestia. O ella se fue con una sirena viuda.
Imagen: Xilografía de Marilú Dávila
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