Miguel Sánchez-Ostiz.-
No hay tiempos buenos o malos para soñar con confines, aunque algunos, por sombríos y porque pueden acabar contigo haciéndote perder el alma, sí sean más propicios que otros. Soñar con confines es un vicio, una manía, que viene de un desasosiego, de una inadaptación, que no tiene que ver por fuerza con la necesidad de escapar de un medio opresor, sino de una curiosidad febril que te empuja hacía el là-bas donde la mayoría dirá que «allí no se te ha perdido nada». Lo cierto hay momentos de desolación y desasiego, de indignación y de tristeza en que quisieras estar lejos solo para encontrar tu verdadero lugar en el mundo: lejos, allí donde tienes el mejor sitio posible, el de quien pasa y se va, enriquecido por los encuentros o desaparece para renacer en otra geografía: «Necesidad de otro lugar, necesidad de los otros. Si hay una enseñanza del viaje, es al menos esta: que el camino más corto que uno y uno mismo, y por otra parte el único, es el encuentro con el otro. Un lugar no llega a ser tal más que por el modo en el que los hombres, al hilo de los siglos, lo han habitado, o soñado: eso que se llama «una cultura», Ignorarlo es condenarse a no ver nada, o casi»
No hay tiempos buenos o malos para soñar con confines, aunque algunos, por sombríos y porque pueden acabar contigo haciéndote perder el alma, sí sean más propicios que otros. Soñar con confines es un vicio, una manía, que viene de un desasosiego, de una inadaptación, que no tiene que ver por fuerza con la necesidad de escapar de un medio opresor, sino de una curiosidad febril que te empuja hacía el là-bas donde la mayoría dirá que «allí no se te ha perdido nada». Lo cierto hay momentos de desolación y desasiego, de indignación y de tristeza en que quisieras estar lejos solo para encontrar tu verdadero lugar en el mundo: lejos, allí donde tienes el mejor sitio posible, el de quien pasa y se va, enriquecido por los encuentros o desaparece para renacer en otra geografía: «Necesidad de otro lugar, necesidad de los otros. Si hay una enseñanza del viaje, es al menos esta: que el camino más corto que uno y uno mismo, y por otra parte el único, es el encuentro con el otro. Un lugar no llega a ser tal más que por el modo en el que los hombres, al hilo de los siglos, lo han habitado, o soñado: eso que se llama «una cultura», Ignorarlo es condenarse a no ver nada, o casi»
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