MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
Que las geografías nada significan lo repicaba cuando no quería darme
cuenta que claro que algo significan, sobre todo cuando vives en algo
peor que «entre rutina y moscas» y cuando tomas horizontes chatos por
vastas extensiones en las que toda vida es posible. En vez de escapar,
caminaba en círculo, por mucho que pusiera en pie fantasías de
guardarropía, viajero inmóvil, vagabundo sedentario, contemplativo de
pozo negro. Mal poema es ese que a maldición suena. A veces, me para
por la calle gente que me conoció de niño, eso dicen, y no dan crédito a
lo que ven. Yo tampoco, porque muchas veces no la recuerdo y hasta he
pensado si no se estarán equivocando, pero no quiero desengañrles. ¿Se
asombran de verme vivo? Yo de que recuerden vidas que no he vivido. La
ciudad vieja era para mí todo misterio, un mundo abigarrado, atractivo,
en continuo movimiento; ahora es mugre sin gracia, y escapas de ella
como puedes: calles solitarias, arrabales, descampados, otros tantos
cepos. Nada como el bosque o la gran ciudad para recitarte los versos de
Fernando Pessoa en
Tabaqueria:
He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
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