Roberto Burgos Cantor

Por supuesto, no hay que desdeñar que todavía el país se encuentra escindido por su diversidad y formas de vida que de alguna manera inciden en la visión de la realidad. Ante debates, por infortunio podridos en medio de la gritería de mentiras, hay todavía una población que no se entera o se distancia con la añeja expresión despreciativa de: cosas de cachacos.
Lo peor de un abismo como el anterior es la dificultad de establecer si quienes gritan y su coro existe una comunidad, o grupo; y los apartados en silencio representan una individualidad inexpugnable.
En la primera, por supuesto, crepitan en candela viva, intereses económicos, fobias ideológicas, odios y dentelladas de venganzas.
En la segunda, una aceptación de la desesperanza ( el poeta Álvaro Mutis ha escrito sobre este sabio estar) que no se contamina de ofertas del cielo, de las pajaritas de papel de la felicidad a plazos, de sueños ajenos que se alimentan de nuestras energías. ¿Se podría fundar algún colectivo con estas serenas aceptaciones?
El riesgo de la anterior consiste en que su radicaleza hace transacciones. Y ellas no lo contaminan porque no le importan. Se imagina el lector a las cantidades de mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, que durante el plebiscito por los acuerdos de La Habana, bajo el alero agujereado, frente a las corrientes de cauce sonoro, veían el aguacero de chorros que se anudaban sin caber en el cielo. Se imagina, si alguien hace la caridad de ofrecerles un plato de tortuga con torrejas tibias de bollo limpio para que cruzaran la borrasca (¿?).
A lo mejor habría que convencer a todos de que no se puede vivir así. Que es posible una comunidad donde lo mínimo se tenga y la desmesura de la opulencia no se acumule a costilla de los demás. A lo mejor.
Y cada asunto en su nicho. Dios y César, en su altar o en su estaca.
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