MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ Para que no haya engaños aclararé que me
une al autor una amistad estrecha, de modo que lo que pueda decir sobre
esta novela está mediatizado por ella. Imposible ser objetivo. Además,
¿para qué? Ni objetivo ni mesurado ni ecuánime, pero sí entusiasta.
Conozco a Claudio Ferrufino-Coqueugniot, conozco Cochabamba, y en
concreto algunos de los escenarios de esta intensa novela, y también
conozco a alguno de sus personajes por haber farreado en su compañía, de
modo que cuando el autor cuenta que hay antros en los que hay que
entrar tirando la puerta a patadas pues no se me ocurre pensar que es
una desmesura novelesca. Así las cosas, diré que Claudio está muy lejos
de una escritura inane, ya sea en sus novelas, en su magníficos
artículos literarios o en sus vitriólicos y demoledores artículos
políticos contra el régimen de Evo Morales que han podido costarle más
de un disgusto. Soy testigo de ello, como explico en el epílogo: «Dile a
tu amigo que tenga cuidado que quieren armarle un proceso por
sedición». Una prosa fuerte, viva, imaginativa, de una intensidad poco
común y una filiación literaria poco o nada boliviana… solo que cuando
se trata de un estilo propio y sólido, no me gusta hablar de
filiaciones. Decir que el autor juega al malditismo y desdeñar esta
historia por micros y macros sexismos y machismos es una mayúscula
estupidez por mucho que esta corra con alarmante salud las palestras de
lo político y socialmente correcto, del falso pudor y el más activo y
violento puritanismo que está ya causando estragos. ¿Qué es el
malditismo? ¿De qué minué de pavos reales estamos hablando? Deriva
autodestructiva, la del narrador, un joven burgués con monomanía de
encanallarse (como decía Céline del narrador del Viaje) y de
disolverse en mugre. Mal viaje ese, desazona… Aviso… y también lo hago
de la poderosa prosa de la que se sirve para contarnos de ese viaje que
me parece que tiene poco de imaginario. Cochabamba es una ciudad amable,
con colosales buganvillas, flamboyanes, poincianas, en la que se come
diríamos que hasta dormido, con unos cielos que dan ganas de echarse a
nadar en ellos, pero en la que hay días que huele poderosamente a
mierda. La ciudad de la luz y el apetetitoso aroma del chicharrón
elaborado en calderos de cobre brillante es también un termitero de los
milagros con niños de la calle (muchos) cleferos, rotos, mendigos,
maleantes, borrachones que pululan por los alrededorss de los mercados,
burdeles cochambrosos, aguas servidas donde menos te lo esperas, unas
chicherías pavorosas, como si su sentido fuera el matarse (sacarse el
cuerpo) en ellas y cuyas puertas no encontrarías a la luz del día,
recovecos, estrechos callejones, trastiendas de mercados donde venden
gallos de pelea y un cementerio alrededor de cuya fosa común se celebra
una ceremonia sobrecogedora, la de las almas perdidas. Solo que Muerta
ciudad viva no es una crónica expresionista de Cochabamba, lo relatado
no está en ellla prendido de manera indisoluble. Todo localismo queda
excluido. ¿Descenso a los infiernos? No, Muerta ciudad viva no
es «Bajo el Tunari», el narrador no está esperando a que pase su casa
por ahí para meterse en ella, lo que quiere es perder su casa para
siempre. ¿Se salvó Claudio Ferrufino escribiendo después de la muerte
de Claudio Ferrufino? No lo sé pero el sobreviviente es el que mejor
escribe de los dos, de eso no no tengo la menor duda.
Yo me salvé escribiendo
después de la muerte de Jaime Gil de Biedma.
De los dos, eras tú quien mejor escribía.
*Jorge Muzam*
Lo mismo de siempre. Mañana de levantarse a tientas, más puteando al mundo
que bendiciéndolo. Sigue lloviendo en este septiembre avanzado. ...
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