Pablo Cingolani
Supe ser cateador, a mí nadie me la cuenta: de piedras, sé más que ninguno por estos parajes. A las piedras, se las conoce de muchas formas. Por el color, por la manera de presentarse, por el olor, por el sabor. Hay que saber pero primero hay que aprender. A mí me enseñó el viejo Lero, natural de los lados de Lípez, de Bolivia. Hay muchas clases de piedras, hijito, me decía. Lo escuchaba con devoción: sentía que lo que me contaba eran cosas verdaderas, de esas que sólo se saben por experiencia, por padecerlas, por disfrutarlas. Cada uno sabe.
Me decía: hay muchas clases de piedras. Tenés que aprender bien las diferencias. Si una piedra es dura, es pequeña y es escasa, siempre es buena, pero si además tiene resplandores o brillo, es valiosa. Si las alzas, escóndelas bien pero no en tus alforjas: en tu cuerpo. Por esas piedras, hay malvados que matan. Si la conservas, nunca te olvides de esa piedra. Si te desprendes de ella por necesidad, vete lo más lejos que puedas y que no te engañen y jamás digas a nadie, ni dormido ni borracho, donde la encontraste. Tenía razón el viejo Lero: una vez, en Iquique, vendí un diamante a un capitán guanero. Sé disparar, y gracias a Santa Bárbara y a que me sobraban balas, esa noche pude huir del burdel, casi no se la cuento más a nadie.
El viejo Lero me enseñaba: ves, hijito, me decía y me mostraba unas piedras rojizas, veteadas “como con sangre”, así me hablaba: en su vecindad, próxima a ellas, se cría la plata, mucha plata, como la de Potosí o la de la mina Caracoles. La pizarra es terruño para el oro, oro finísimo. En estas soledades, el oro siempre está elevado, siempre es sacrificado, hay que challar mucho si vas a sacarlo, porque es muy sacrificado trabajar tan arriba pero la vida de minero es sacrificada y si no estás dispuesto a sacrificarte, mejor te dedicás a otra cosa. El viejo Lero se murió tranquilo en una casa de Yavi, aquí cerca. Cambió vivienda por una bolsa de oro y otra de amatistas que había encontrado por los lados de Esmoruco. Por allí, había nacido. También le dieron dos caballos. Tiene una tumba debajo de un sauce.
Cateando y cateando, punteando, cavando y quebrando, fui deambulando por todos lados. Tuve suerte: nunca me he muerto, ¿vio? Eso sí: mucho he rezado a Santa Bárbara, a San Lorenzo Mártir. La vez que me quedé demorado en la cueva, luego me fui hasta Quillacas, a rezarle a la Mamita, que casi no la cuento esa vuelta.
¿Qué qué pasó? Qué estaba por lados de Vilama, solo en el cerro –las mulas estaban pasteando- y vino una tormenta tan fuerte, con mucho rayo, que daba miedo. Por instinto, empecé a abajarme pero era tan tenaz la cosa que empezó a nevar y vi una cueva y no lo pensé dos veces: me metí adentro.
Dos días estuve en el hueco porque dos días nevó. Y dos días me las pasé con él, adentro. No sabe cómo azufraba la cueva… ¿Qué con quién? ¡Pues con el diablo! ¿Con quién iba a ser? Si me quiere creer, me cree, si no me cree, también… ¿Qué hice? Nada. Me quedé callado, rezaba por dentro: le pedía al Angelito de Susques que me proteja, al Santo Niño de Cochinoca le pedía que me cuidara y a su Mamá que está en Quillacas, también. La Mamita me escuchó, eso está claro. Si no, ¿quién sabe?, tal vez no la contaba…
Ahora soy viejo como ese nogal, ¿bonito, no? ¿Sabe? Ese árbol tiene una historia, igual que la tengo yo, igual que las que usted busca y anota y seguro también usted mismo tiene una. Todos nos merecemos tener una historia, una buena historia, para contar, ¿no le parece?
Ya que estamos: ¿Quiere que le cuente la historia del árbol? Dicen que lo plantó un soldado, un coya, que se había alistado con Belgrano, con el General Belgrano. El hombre, niño o mozo, sobrevivió a Ayohuma y dicen que volvió desolado de tanta guerra. Acá no hay nogales y dicen que éste viene de una cepa tupiceña que el soldado trajo en su alforja y cuidó más que a su bayoneta.
Dicen del hombre que siguió su vida, pastoreando, arañando la tierra, pero celoso y orgulloso de su nogal, que vaya a saberse porque azares, mírelo: creció lozano, señero el árbol, sabedor también.
¿De qué cosa sabe? Yo no sé muy bien, soy minero, pero los que lo conocen bien dicen que sabe de las cosas que saben los árboles ¿De qué cosas imagino sabrán los árboles? Vaya uno a saber: yo sé de piedras y las piedras saben muchas cosas. Supongo que pasará lo mismo con los árboles. Pero, de lo que sí estoy seguro, y eso me consta de puro vivirlo, que las piedras, lo que saben, no se lo enseñan a cualquiera. Son secreteras las piedras, como decía el viejo Lero. Los árboles, deben ser igual de precavidos. Si uno dice que anda hablando con las piedras, lo creen orate, hasta lo pueden calabocear o desterrarlo, ¿sabe?
Ahora dicen que va a llegar el tren hasta aquí. Yo lo vi esa vez que fui hasta Tucumán. ¿Si me iría de aquí? No ¿Para qué? Y además, ¿quién le llevaría flores a la tumba al viejo Lero? Ya nadie se acuerda de él, salvo este cristiano. Un amigo es un amigo, eso anótelo, para que siempre se recuerde y le quede claro.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 25 de febrero de 2018
Imagen: Jacques Ochs, 1956
0 Comentarios