Pablo Cingolani
Hombre de las cumbres, ven al sur,
la casa del poder está temblando.
Una pequeña llama descarna mi pecho,
son mis ansias de cumbres de luz.
Color Humano: Hombre de las Cumbres, 1973
To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.[1]
William Blake: Auguries of innocence, 1803
Han visto a los mundos padecer.
Ellas, las montañas, han visto a los mundos renacer, volver a florecer. Han visto, en su gravedad ascendente, la levedad de todas las cosas: cómo sucumbían, cómo se transformaban y mutaban, como se sucedían y desaparecían.
Han visto todo y lo han vuelto a ver, lo han vuelto a sentir: han devenido memoria del mundo, de los mundos, de mundos de alegría sin freno y de mundos de tristeza sin consuelo, de mundos ausentes, de mundos presentes, de mundos anticipatorios, de todos los mundos, de todas las imágenes del mundo, de todas sus visiones, de todas sus plenitudes y sus desasosiegos, de todas sus voces y todo su silencio.
Y, a pesar de todo, ellas siguen aconteciendo.
¿Por qué entonces las montañas están ahí y seguirán ahí, y como diría el poeta,[2] aunque yo me muera/seguirán allí? ¿Qué las alienta a persistir, a resistir, a insistir en su ser y estarse montañas?
Alguien argumentará cuestiones científicas y hasta podrá demostrar que, alguna vez, las montañas desaparecerán, van a desaparecer. El problema es que la ciencia no termina de explicar el fin de último de la existencia de las montañas, de su magnetismo, de su atracción permanente, de la metáfora que ellas atesoran.
Otro, un nihilista, un racionalista –son lo mismo-, podrá contraatacar asegurando que, en definitiva, son montañas, son simplemente montañas y que todo lo que algunos asociamos a ellas son proyecciones de nosotros mismos, son delirios, invenciones, poesía, magia: la montaña no es eso, dirán.
Y aún así y digan lo que digan, las montañas siguen allí y seguirán allí con todo su portento, con toda su extrañeza, con toda su majestad y su belleza omnipresente.
De hecho, los antiguos las adoraban, ¿y porque lo hacían? ¿Acaso estaban todos locos? No, desde ya que no. Más bien todo lo contrario: eran mucho más lucidos y más sensibles que todos nosotros los habitantes desterrados al desgarro de esta modernidad que, a cada momento, o desmitifica o directamente niega la esencia misma de las montañas.
Entonces si nos despojamos de las sucias vestiduras y las negras anteojeras que nos impone el devenir del tiempo, el desafío es este: es tratar de sentirlo, y si lo sentimos, tal vez podamos entenderlo.
¿Hace falta entenderlo? A priori, no. Pero en un mundo domesticado a punta de ideas, de conceptos, de diferenciación, segmentado a más no poder por el auge de la tecnología, confundido, desbordado y desolado por esa misma tecnología, tal vez el esfuerzo de comprensión ayude a salirse del laberinto insensible donde nos han forzado a meternos.
Las montañas son una frontera, un límite que debemos cruzar. Son el atajo dentro del laberinto. Son la cesación, el fin, la abolición del miedo que provoca el laberinto.
Si no lo enfrentamos, el miedo es lo que inmoviliza, el miedo es lo que desgarra vanamente y no cicatriza, el miedo es no sentirse uno y parte del todo, del mundo, el miedo es lo que nos arroja a divinizar lo fatuo, lo intrascendente, lo que no alimenta, el miedo es lo que no nos cura, ni nos salva, ni nos arraiga: sólo nos despoja, nos desune, nos aleja.
Los antiguos moradores de las montañas eran hombres fortalecidos, templados en el frío que azula, en el hielo glacial, en la nieve de las cumbres, en la tormenta que carecía de piedad y de clemencia, en las arenas que ciegan.
Los elementos se conjugaban y, en vez de doblegarse al castigo y acobardarse frente a la hostilidad, las fuerzas de la naturaleza se convirtieron en detonantes del espíritu, en vitaminas para el alma, en el andamiaje de una mística, en la sustancia de una epopeya diaria, en el sentido oculto de un juego cósmico donde sacrificio y felicidad podían enhebrarse y convertirse en el ámbito fértil de iluminaciones, de exaltaciones, de vivencias tan rotundas y tan nutrientes que develaron un camino, un camino certero, donde el hombre podía aferrarse, donde el hombre podía comprender, donde el hombre podía respirar.
Todo era ritual, todo era conjuro, todo era vitalidad.
El presente, la realidad que experimentamos, convirtió cada cosa en una amputación al origen y el destino de la especie humana, en una negación de nosotros mismos y un impedimento al imprescindible diálogo con los dioses, con las fuerzas magmáticas del universo, con la energía totalizadora del cosmos.
Vivimos en colisión, vivimos atormentados, vivimos batallando contra las esencias y la huella embriagadora de los antiguos, la herencia reveladora que atesoramos, se aferra, como puede, a la nostalgia, al mito, a la magia, a la inspiración estética, a la poesía, al arte.
Porque este asunto de las montañas sí se trata de una proyección de lo que somos, pero no de todo lo que somos, si no del lado bueno, del lado luminoso, del lado propiamente y profundamente humano que nos hace tales: se trata de la tierra, se trata del arraigo, se trata, en suma, de la vida, se trata de la consistencia y el espesor con que se encara esa vida.
En definitiva, la esencia de las montañas alude a nuestras propias esencias, a lo que nos vuelve y nos constituye como seres humanos, al centro de la llamada condición humana.
Eso es la tierra, hermano. Y no hay nada más tangible, no hay nada más concreto, si lo amarramos, si lo amarramos, insisto, despojados del vaciamiento espiritual al cual nos han condenado, que la tierra misma.
Las montañas son tierra que se eleva al cielo y es fácil entender porque el hombre de las montañas las haya adorado, las haya divinizado: porque eran, ante todo, su suelo, el suelo que los vio nacer, y el suelo que les daba el sustento, que les proveía la comida, el alimento, la vida misma.
Entonces, lo que hay, antes que una proyección, es una relación.
Una relación de vida, una relación debida a y compartida entre la montaña y el hombre. Y una relación, cualquier sea, parte de una premisa: es parte de un todo que la engloba y la vuelve plena.
Entonces, ahora sí: fue natural que el hombre en su relación con la montaña se proyectase entero hacia esa misma montaña y no sólo la divinizase sino que hiciera algo más nutricio: la humanizase, la sintiese no sólo parte de su entorno, sino que la convirtiese en alguien como él, como el hombre mismo.
Es ahí donde se produjo el milagro: para el montañés, la montaña cobra vida, la montaña está viva y la montaña vive como nosotros.
La montaña tiene un cuerpo, tiene una cabeza, tiene brazos, tiene piernas, respira, come, habla, camina, danza.
Se forja y se instituye un diálogo con el hombre y el milagro es este: el hombre sabe que su relación con la montaña es total, forma parte de un todo, pero a la vez siente que la fuerza de la montaña es infinita, que la fuerza de la montaña es tan poderosa que nada se puede contra ella si la enfrentamos.
El hombre sabe que eso es grandioso, es imparable –la fuerza de la montaña es la fuerza del cosmos manifestado- y que eso es así, será así y seguirá siendo así, las montañas seguirán allí, y es entonces que en el diálogo abierto y fecundo que el hombre entabla con la montaña surge la divinidad, surge la creencia en ese poder inalterable, surge la fe y surge la ofrenda.
El hombre dialoga con la montaña pero, sobre todo, le ofrenda todo lo que es, todo lo que siente –que es, a la vez, todo lo que tiene- para que esa montaña lo escuche, esa montaña lo ampare, lo guíe, esa montaña lo quiera, como él la quiere y como sólo se puede querer a lo infinitamente poderoso: con toda la devoción posible, con toda la alegría posible, con toda la esperanza que uno pueda sentir si se refleja en el espejo colosal de esa montaña, sea divinidad, sea padre, sea madre, sea hermana, sea llamada con los nombres de la divinidad o los nombres de nuestros padres o de nuestros hermanos, sea el corazón palpitante de todo lo que, día a día, podemos sentir que es la vida.
Entonces, de esto se trata: la montaña es como nosotros y nosotros somos como ella. Sus dolores son los nuestros, sus virtudes también lo son. El hombre, se libera.
El día que lo volvamos a sentir así, la fe en lo simple, la fe en lo sencillo, la fe en lo verdadero, la fe en lo bondadoso, florecerá. Y ya no habrá miedo que no podamos conjurar. Y aunque partamos, lo haremos sintiendo que ellas seguirán aquí, cuidando al mundo, amparando a los que dejamos y a los que vendrán.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 19 de mayo de 2018
Imagen: Ferdinand Hodler, 1917
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