Pablo Cingolani
Las arenas se revuelcan y siempre te ceden el paso. El horizonte se achica y te acerca un tapiz de flores rojas. Hay los que nacieron para ahogarse en un vaso de tristeza, hay los que no: los que son alegres por derecho, por naturaleza, porque, acaso y además, les cueste mucho amargarse, los subleva ser tristes
Los vientos retumban tu nombre, lo llevan lejos, en otras orillas lo vuelven a escribir o lo pronuncian en lenguas. Siempre habrá espacio y memoria y cauce y hasta eternidad para que seas eso: nombrado, y te reconozca cada abismo, cada risco, cada llanura sedienta, cada amanecer donde vos no te acordabas ni siquiera de eso
Esa es la vida, la que clama. Porque uno tiene derecho, sobre todo al olvido, a ese olvidaje de lo que no huella, no sentencia, no se acuna: no tiene nombre
Esa también es la vida: lo que vuelve
Hasta el fin del mundo, hasta el fin de los tiempos, te tapizaran tus helechos, te ampararan tus líquenes, te volverán a acunar las piedras, los cerros, la música de las piedras, las palabras que dictan los cerros
Hasta el fin del mundo, arreciarás y vientos y arenas y estrellas y destinos te cederán el paso. Vas a sufrir, padecerás, acaso dudes
Eso no importa
Hasta el fin del mundo, las montañas te cortejarán y en el silencio que ahueca todas las verdades, en el latir que no cesa y arrecia de faros y musgos y pieles y virtudes y cielos, en la hora nona o en cualquier momento, sucederá, se revelará
Pronunciarán tu nombre
Hasta el fin del mundo, hasta el fin de tus días, lo vas a envolver en tules, lo vas a evocar en alhajas y almejas y tesoros escondidos y lo vas a recordar en el más majestuoso, el más inconmovible, el más íntimo, de todos tus silencios.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 12 de mayo de 2018
Imagen: Ferdinand Hodler
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