Roberto Burgos Cantor
Felipe Aljure. Director de cine colombiano. |
En medio de los motivos de desasosiego, crispaciones del día a día, muchos estamos atentos a las señales de vida que, bien vistas, muestran un panorama más allá del cinismo y las culpas.
Por la reiterada catástrofe de una realidad inmóvil a la cual se le sobreponen capas de más fealdad, producidas por su propio estar, son demasiadas las perlas que quedan enterradas entre tormentas a la espera de empollar porvenir.
Hemos necesitado tantos años, tantos que dan al tiempo la apariencia de un siempre, para incorporar al Festival de Cine en los motivos de orgullo de Cartagena de Indias. No es poca cosa que el arte de los tiempos modernos, por excelencia, hiciera un nicho en la eternidad de la cruz, la espada, el candil ahumado y pudiera interrumpir la existencia entregada a la sombra de un mundo. Apenas el desvanecido reflejo de memorias muertas que cada noche anunciaban las campanadas de los crujidos de la madera, el rodar de la piedra desprendida, los fantasmas en fuga, todo, empujándose en la ruina creciente.
Épocas como esas tienen su antídoto. Detrás, o en la taberna de los poetas, estaba Luis Carlos López. Su crítica sin concesiones. Su resignada ternura. Y esos zapatos viejos: los mirones afirman que son el calzado de Charlot, el primer Chaplin.
Entonces, con la iluminación de los locos, ya no había la luz de los santos reducidos a huesos; con la fe en el progreso esquivo a la política; con el sentimiento de que hay paisajes que no requieren mayor techo, el mar y las noches; con sus emisoras acompasadas al siglo; y una percepción del cine que comprobó cada fin de semana en las salas enormes y desbordadas sobre las cuales caían las ramas de los almendros de mar; con eso, apenas eso, inició algo que los ingenuos confundían con el Reinado nacional de la belleza.
Ahí estaba Alberto Sierra, autor de una maravillosa novela que se llama Dos o Tres Inviernos. Y de una dramaturgia de admirable contemporaneidad.
La ciudad-puerto vio al principio unos seres que quizá habían atravesado la pantalla, y caminaban ahora por calles estrechas, por el mercado morisco, hablaban la misma lengua u otras, sonreían. Y tantas películas por días enteros.
Cada amanecer, Jorge García Usta, el poeta y crítico que perdimos temprano, salía a revisar proyectores, a pegar programas y carteles, de esta fiesta del cine que reconciliaba y mejoraba los sueños.
Esto y mucho más, es lo que recibe Felipe Aljure, director del Festival de cine. Él ha dicho: Cartagena siempre ha sido la casa del festival y siento que no la hemos representado como se debe(…) Que todo un director, La gente de la Universal, lo afirme, necesita lo que sabemos.
Y tal vez redima nuestra incurable miopía.
¡Toda la suerte Felipe!
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