Homero Carvalho Oliva
A finales de los
años setenta ya había decidido ser escritor y, como el Dios los cría y el
Diablo los junta, me junté con otros jóvenes que también querían serlo con los
que publicábamos efímeras revistas. Fueron años feroces de lucha contra las
dictaduras, pero también de bohemia desenfrenada que provenía de la mitificada
idea de los poetas malditos. En esa época, muchos de mis amigos hablaban del Ulises,
de James Joyce, como una novela fundamental para entender la literatura
moderna, el nombre de la obra y de su autor eran como una fórmula oscura para
iniciados. Así que un día, le pedí dinero a mi madre y me compré la famosa
novela.
La verdad es
que, después de varios intentos no pude pasar de las primeras veinte páginas, era
pesada y densa, así que atendiendo el consejo de Borges de que se debe leer por
placer y no por obligación no persistí y acepté que había fracasado. Décadas
después, en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, encontré una edición en la librería
de Peter Lewy, la compré y decidí enfrentar de nuevo al monstruo de más de
setecientas páginas, esta vez, para sorpresa mía, la leí en cinco días seguidos.
Llegué al final y se me vino a la mente otra vez de Borges: “Si Shakespeare les
interesa, está bien. Si les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito
aún para ustedes. Llegará un día que Shakespeare será digno de ustedes y
ustedes serán dignos de Shakespeare, pero mientras tanto no hay que apresurar
las cosas”, consejo que se cumplió a cabalidad con el Ulises.
En esta obra, el
autor de Retrato del artista adolescente,
narra un día en la vida de Leopoldo Bloom, Molly, su esposa, y el joven Stephen
Dedalus, en la ciudad de Dublín, desde la mañana del 15 de junio hasta la
madrugada del día 16 de junio de 1904. Recuerdo que cerré el libro con
sentimientos encontrados, porque descubrí páginas realmente extraordinarias en
las que Joyce trabaja el lenguaje de manera prodigiosa y otras que se pueden
obviar sin alterar la narración, en fin…así son muchas obras maestras de la
literatura, me dije y recordé las charlas de mi juventud y me entró la sospecha
de que muchos de ellos no la habían leído siquiera, que al igual que los clásicos
universales como El quijote, Romeo y
Julieta, Hamlet y otros, que muchos aseguran haberlos leído, en realidad no
lo hicieron y repiten de memoria algunas frases, ideas, diálogos apócrifos que
han escuchado o leído por ahí. Mi sospecha se fundamenta, entre otras cosas, en
un fragmento del Ulises en el que un personaje habla de Bolivia, mención tan curiosa
que no hubiera pasado desapercibida para ningún boliviano.
La importancia de llamarse James Joyce
Sin embargo,
antes de hablar de ese pasaje en particular, hablemos un poco de la obra que
está considerada como la más grande novela del siglo XX. El escritor Felipe Foncea, afirma que: “La
importancia del Ulyses de Joyce radica en la forma como utiliza el lenguaje
para narrar situaciones, experiencias y voces internas, la que se caracteriza
por una impresionante atención al detalle en la narración, atención que se
mantiene en cuanto a las divagaciones de los personajes, lo que lleva al lector
a “montarse” en la mente del narrador y alejarse con él del hilo clásico que
consideraría una narración tradicional. Todo esto, por supuesto, hace que el
texto sea extremadamente difícil de seguir, lo que lo hace un libro no sólo
poco leído, sino que hasta “odiado” por lectores que no están dispuestos a
seguir el “juego” que propone Joyce”.
Para otros, como Kiko Amat, que escribió un
artículo en la revista Babelia, titulado “Ni Joyce sabía de qué iba su ‘Ulises’”,
afirma que: “Hay muchas razones por las cuales la gente cree que hay libros que
“deben” leerse”, afirma Mikita Brottman en Contra la lectura, “pero sospecho
que (…) pueden resumirse en inseguridad intelectual, esnobismo, temores
residuales de clase, egoísmo y una especie de folclore supersticioso arraigado
en la tradición”. (…) Uno acude a los clásicos canónicos por culpa y
compromiso, sin esperanza de diversión, igual que a misa del gallo. Es una
paradoja. A nadie se le ocurriría escuchar música pop para no pasarlo bien. Sin
embargo, aquí tienen a Ulises, la segunda novela de James Joyce. Un libro que
solo puede leerse sufriendo”. La opinión de Amat me trajo a la memoria a mis
primeros fracasos ante tamaña obra. La verdad es que ahora solamente recomiendo
su lectura en mis talleres a quienes quieren ser escritores, en ella hay mucho
que aprender como el monólogo de Molly Bloom, que se estudia como una técnica
denominada el fluir de la conciencia o el discurso interno, en este caso
escrito sin respetar ningún signo de puntuación que, por cierto, ya otros
autores lo hicieron antes de Joyce y algunos lo siguieron haciendo como
Saramago.
El Ulises y Bolivia
Ahora veamos el
diálogo que tanto me llamó la atención. En el capítulo 3 del Ulises, publicada
en 1922, un marinero recién llegado a Dublín da cuenta de sus sorprendentes aventuras
por los mares del mundo. He aquí parte del diálogo con W. B. Murphy, el marinero:
“–Bueno, contestó el marinero después de
pensárselo, he circunnavegado un poco desde que me enrolé.
Estuve en el Mar Rojo. Estuve en China y
Norteamérica y Sudamérica. Fuimos perseguidos por piratas en una travesía. He
visto icebergs a montones, de los temibles. Estuve en Estocolmo y en el Mar
Negro, los Dardanelos con el Capitán Dalton, el mejor hijodeputa que jamás haya
echado a pique un barco. He visto Rusia. Gospodi pomilyou. Así es como rezan
los rusos.
–Ha visto sitios raros, no me diga lo
contrario, intervino un calesero.
–Bueno, dijo el marinero, cambiándose el
andullo parcialmente masticado. He visto cosas raras desde luego, aquí y allá.
He visto a un cocodrilo morder la uña de un ancla lo mismo que yo masco esta
mascada.
Se sacó de la boca la pulposa mascada y,
colocándosela entre los dientes, mordió ferozmente.
–¡Kjaán! Así. Y he visto devoradores de
carne humana en el Perú que comen los cadáveres y los hígados de caballo.
Miren. Aquí están. Que un amigo mío me mandó.
Rebuscando sacó una tarjeta postal con
vistas del bolsillo interior que parecía ser a su manera una especie de almacén
y la empujó a lo largo de la mesa. La letra impresa en la misma consignaba: Choza
de Indios. Beni, Bolivia.
Todos fijaron su atención en la escena
mostrada, un grupo de mujeres salvajes con taparrabos a listas, agachadas,
mirando con asombro, amamantando, con el ceño fruncido, durmiendo en medio de
un hormiguero de niños (tenía que haber su buena veintena de ellos) delante de
unas chozas primitivas de mimbre.
–Mascan coca sin parar, añadió el
comunicativo cimarrón. Estómagos como ralladores de pan. Se cortan los pechos
cuando no pueden tener más hijos. Ahí las tienen sentadas en pelotas comiéndose
el hígado crudo de un caballo muerto.
La tarjeta postal se convirtió en el centro
de atención para los señores simplones durante varios minutos si no más.
– ¿Saben cómo ponerlos a raya? interrogó en
general.
Al no ofrecer nadie una respuesta hizo un
guiño, diciendo:
–Anteojos. Los deja de piedra. Anteojos.
Mr. Bloom, sin manifestar sorpresa, sin
ostentación le dio la vuelta a la tarjeta para examinar la dirección y el
matasellos parcialmente borrados. Decía lo siguiente: Tarjeta Postal, Señor A.
Boudin, Galería Becche, Santiago, Chile. No había nada escrito evidentemente,
como pudo muy bien apreciar.”
Es innegable que
en la historia del marinero existen muchas contradicciones, por ejemplo que los
indígenas del Beni no mascaban coca, por lo menos no esa época y otras. Lo
invitos a ustedes, lectores amigos, a releer el fragmento y a obtener sus
propias conclusiones.
2 Comentarios
Gracias por publicarlo y recordar este fragmento.
ResponderEliminarMuy buen artículo, gracias Don Homero.
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