Roberto Burgos Cantor
Despierta curiosidad la manera como la vida reparte sus dones. Todas, sin explicaciones. Un azar motivado, no se espera, se posa en alguien.
Recuerdo la primera vez que obtuve un premio de literatura. Fue un concurso de cuentos. Cursaba los primeros años en la Universidad. Eligio García y yo cambiábamos la ropa ligera de Cartagena de Indias por unos pulóveres que nos prestó Efrén Peynado quien estudió en Estados Unidos. Ese premio me dejó una chaqueta marinera de cubierta, y una comunicación a saltos, duradera con Helena Araújo.
Años después, concluido el Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, recibí otro premio de cuentos. Lo convocaba, y lo sigue haciendo, el Instituto de Bellas Artes de Cúcuta.
En la parálisis incierta de terminar una carrera, la vida se sostenía de los enamoramientos. Entonces el premio sirvió para comprar un coche al primer hijo quien recién había nacido. El Cadillac de los coches. En Cúcuta nacieron conversaciones interminables con Eduardo Pachón Padilla y José Stevenson. Con Giovanni Quesep, en paseos bajo el sol calcinante de la tierra de estoraques oímos el rumor indescifrable de los suspiros. Eran de Eduardo Carranza quien alguna vez soportó los embates de la melancolía en el hotel que nos alojaba, bebiendo whisky de frontera durante una semana.
Transcurrieron años hasta que una novela fue honrada con el José María Arguedas de Casa de las Américas. Premio al que nadie puede mandar novelas. Un comité de especialistas escoge las del año. Carece de dinero y hace una edición de miles de ejemplares que conocen los lectores de la isla y circula entre estudiosos.
Estos días, Ver lo que veo, recibió el premio nacional de novela.
El alud de afecto, de amigos y desconocidos, no cabría en un batallón de las casacas reforzadas donde los militares ostentan sus condecoraciones. Este sentimiento, desconocido por mi, llena de sentido las vigilias de la escritura, su empeño en volar abismos, su terca persistencia en ahondar el misterio, y en cada vez disponerse a una cacería nueva sin querer la cabeza del rinoceronte sobre la tabla pulida y más ciego.
Para tantos, desde el perspicaz escrito de Carlos Villalba, el primer reportaje de Óscar Alarcón, de Heriberto Fiorillo en su Land Rover, de Julio Olaciregui con acordeoneros; los iluminados ensayos de David Jiménez Panesso, Cristo Figueroa, Rodolfo Modern, Teobaldo Noriega, William Simmens, Gustavo Tatis, Roberto Montes, el bibliotecario de Pinillos; hasta los muertos que son mis muertos, con quienes dialogo todavía: Jorge García Usta, Alonso Aristizábal, Guillermo A. Arévalo, Alberto Duque López, Fernando Charry Lara, Pachón Padilla, Álvaro Mutis, Eligio García, Germán Vargas, Gabriel García Márquez, Julio Roca Baena. El rigor severo de mi padre, quien soltó una lágrima. La persuasiva franciscana de mi madre que me libra de toda vanidad.
Y por supuesto: el Compa, quien me llamó a escribir estos baúles.
Para todos gratitud por siempre.
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