Entre Babel y el mar


Roberto Burgos Cantor

Con una constancia ejemplar, al lado del vil metal y el papel moneda con esfinges, el Banco de la República ha ido construyendo la dispersa mina espiritual que, de conocerse, tendría influencia en nuestra imagen futura. Esa, que aún no termina de existir y cuya ausencia nos enloquece. Inermes, así, frente a las aristas de la realidad y el azar. Despojados de la posibilidad que recomendaba el arquitecto Gaudí: Vuelve al origen para ser original.

Sin apegos a un nacionalismo trasnochado, el Banco no ha descuidado la perspicacia de mostrar en coincidencias y paralelos las producciones artísticas del presente, novísimos relatos y sorprendentes búsquedas, de este país y del mundo. La aldea y el universo en medio de sus constelaciones.

Por estos días, el nuevo director de la biblioteca Luis Ángel Arango, un severo y amoroso estudioso del Caribe, don Alberto Abello Vives, oriundo del mar de los Koguis por cierto, ha encontrado algunos tesoros cuya importancia va a renovar miradas reiteradas, repeticiones, que nadie se ocupa de comprobar.

Menciono su origen marino por un hecho aplastante. La manera como el centralismo irredento se acoraza para adormecerse en la neblina del crepúsculo que Laureano Gómez llamaba fugaz. Y desde esa modorra es imposible ver a las tierras bajas. Algunos piensan que, si don Rafael Núñez sembró las semillas de una banca central, era de cortesía incluir en sus desarrollos a gentes de mar. Si provenían del mar del Cabrero, donde Núñez filosofaba y llamaba poemas, mejor.

Después del 91 hemos aprendido de excelentes economistas. Salomón Kalmanovitz, Antonio Hernández Gamarra, y el admirado Adolfo Meisel quien ha hecho aportes desconocidos para la comprensión de la pobreza y la desigualdad y se ha metido con los trastos de la iglesia en ese espléndido ensayo sobre el efecto económico de los bienes de manos muertas.

Ahora, en la biblioteca y su red regional está Abello Vives.

Por artes de la justicia, Abello, ha dado con unos manuscritos de un escritor llamado Gabriel García Márquez. Encontrar huellas así, del grande escritor de la lengua, no tendría mayor curiosidad. Tal vez burlarse de los ricos compradores de manuscritos de escritores, por tener algo que ellos no tienen.

En los manuscritos mencionados se hallan diversas versiones de un mismo cuento de García Márquez, y también una historia inédita que debió quedar perdida en uno de los lugares donde el feliz indocumentado pernoctó, sabedor de que él esperaba otro amanecer.

¿Qué importancia tiene?

Cada quien señalará la que su sensibilidad indique. Pero críticos y ensayistas, escritores cachorros, podrán admirar o comprobar diversos secretos. Entre ellos: dónde escribía Gabriel, junto al campanario de San Nicolás, o en el silencio inspirador, de convento, de la Cartagena de Indias aquella. ¿A quién estaba leyendo? Y el rastro imborrable de los enamorados precoces: ya ven a la mujer que vendrá a sus vidas.

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