Pablo Cingolani
Es un día cualquiera. Son casi las ocho de la mañana. Miras al Illimani por la ventanilla del avión que está volando a 32 mil pies de altura. Mientras los asistentes de vuelo, se afanan por repartir cosas para comer y beber, vos seguís mirando. La imagen es tan impactante que no podés dejar de mirar. Entonces sucede algo inesperado: sentís que el Illimani, sentís que la montaña, también te empieza a mirar, sentís que la montaña te está mirando.
Tu cuerpo se estremece entero. Debajo tuyo, está todo el cerro. Debajo tuyo, está todo lo que el cerro encierra, está todo lo que la montaña atesora para brindártelo, así, de repente, en una mirada.
Pero no es cualquier mirada: es una visión que incluye todo lo que puedas definir como arte, todo lo que puedas comprender como estética, todo lo que puedas absorber como espiritual, todo lo que está y se está y delimita la realidad, una realidad: la más certera y descarnada de todas, la que te procura el sobrevuelo de una mole de piedra colosal, que está ahí y que te está mirando.
La mirada del Illimani es tan fuerte y tan conmovedora que sólo dejando que te penetre y te guíe vas entendiendo las recompensas que te brinda.
Sin dejar lugar a nada más, suspende todas tus dudas, precipitando la abolición de los miedos, de las culpas, de las sin razones.
Allí, en el ojo palpitante de la montaña, es tal la concentración inusitada de belleza, de poder, de fuerza, de un sentido que ilumine esa hermosura y ese ardor, que sientes cómo los dolores se exilian, cómo no quedan rastros de desamparo, cómo todo sucede y se sucede de una manera tan sabia, tan potente, tan sanadora, tan irrepetible, que te sacude tanto, que te conmueve tanto, que buscas, a través de la fotografía, que el momento, la circunstancia, el estremecimiento, continúe y perviva.
Es la eternidad momentánea, es el llamado de lo inmortal, es lo que nunca puede olvidarse, lo que no se rendirá jamás, lo que clama y te dicta la perpetua mirada de la montaña.
Cuando el vuelo prosigue y vas saliendo del ensimismamiento, de la atrapante imantación que has experimentado, y quieres empezar a asir la vivencia con algún lazo que la vuelva más plena aún, vas hacia otro origen, otro cauce, otro espejo que refleje la misma situación, vas y acudes a otro principio y te acuerdas de algunas de las primeras palabras que los hombres recuerdan, que los hombres siguen recordando, y te acuerdas de Heráclito.
Muerto de frío, calentándose con los leños ardiendo de una cocina, unos hombres lo vieron y se asombraron. El los llamó y les dijo: entren, que también aquí están los dioses. Entren, vengan, hermanos, que los dioses están en todos lados.
Sentí lo mismo que el heleno: desde la cabina del avión, entre las montañas desnudas, entre las nieves que fulguran, en el viento helado de las cumbres, también estaban los dioses.
En la mirada del Illimani, estaban los dioses, en el Illimani, Tata Illimani, están los dioses, el aliento y el espíritu de los dioses, imantándonos, compartiéndonos su majestad y su grandeza, volviendo a la realidad, la más real de todas, magia pura.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 2 de septiembre de 2018
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