Pablo Cingolani
En el trasteo de casa, encontré mi agenda telefónica de los años 80s. Es discreta: es una agenda perpetua y tiene tapas de cuerina negra y hojas con espiral, algunas blancas y rayadas para escribir, detrás la agenda propiamente dicha, de papel amarillo añejo y las letras del abecedario en rojo y negro: un clásico. Abrirla y recorrerla me condujo a un mundo perdido.
Hay una fecha-guía marcada en un calendario hecho por mi propia mano: es el 30 de octubre de 1983, el día que se celebraron las elecciones presidenciales argentinas que dieron el triunfo a Alfonsín, tras siete años de una dictadura militar sanguinaria y genocida.
Me acuerdo que esa noche estábamos perplejos y abrumados con mis compañeros de la Juventud Peronista en nuestra Unidad Básica de la calle Venezuela y que, al día siguiente, algunos lloramos abrazados en El Tutú, un bar anclado frente a la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Buenos Aires. Sentíamos que le habíamos fallado al pueblo.
Hay otras anotaciones: están fechadas hasta 1986. Un año después, estaba viviendo en Bolivia.
Las anotaciones –hechas con lapicera, micropunta o bolígrafo, tinta negra, azul o roja- son marcas en el ancho territorio del arte y la realidad de esos años o son las migas de pan de Hansel y Gretel: eran una brújula para llegar a alguna parte, no importaba a dónde.
Hay un epígrafe que las encabeza: Este sueño es breve, pero es feliz. No está firmado pero sé que es una frase que Raúl Juliá pronuncia en la versión fílmica de El beso de la mujer araña de Puig, hecha por Babenco y que se estrenó esos años.
En la película, Juliá interpretaba a un preso político y, en la agenda, signo de los tiempos, hay un montón de teléfonos de madres y familiares de detenidos-desaparecidos con las cuales compartíamos, todos los jueves a las 15:30 horas, la ronda en la Plaza de Mayo.
Hay una entrada que me conmueve. Se lee: “familiares peronistas” y hay dos teléfonos anotados: el 371571 y el 388589. Eran los números telefónicos de la Comisión Peronista de Derechos Humanos que habían creado, dentro del espacio montonero, inolvidables mujeres luchadoras como Nelva Falcone, Juana Bettanin o Sarita Dillon.
Tuve el honor y sigue siendo un orgullo para mí, haber colaborado con ellas en las tareas de denuncia y movilización que exigía la reparación del daño causado por el terrorismo de Estado al pueblo argentino y la exigencia de juicio y castigo a los culpables del genocidio.
Esos años, a la vez, con algunas de ellas mismas, cuyos hijos estudiaban en los 70s en la misma facultad donde yo estudiaba, hicimos toda una investigación para conocer los nombres de los estudiantes de “Filo” que habían sido desaparecidos y/o muertos por los militares encabezados por Videla. Esa lista, de varias decenas de compañeros militantes, sirvió para que se templara en bronce una placa recordatoria que fue la primera que se clavó en una pared de una universidad argentina –más precisos: en la pared de entrada al aula magna. Recuerdo que a nuestro primer intento de inaugurarla con un acto conmemorativo, acudió la policía e incluso cerraron la facultad para que no lo hiciéramos.
Hay dos letras de canciones anotadas: Peter Gast y Menino do Río, ambas de Caetano Veloso, y eso me transporta al Uruguay de esos veranos, a su norte atlántico, a las playas de Rocha, las mismas que recreó Haroldo Conti en su última novela, Máscaro, antes de que los militares lo secuestraran y a mis amigos tupamaros de Montevideo, al bar El Veco de la barra de Valizas que tantas veces lo escribí, al “Negro” Marcos y al “Yoruga” –está su número registrado en la agenda-, a tantas cosas que no caben en este escrito y en ningún lado: sólo en mi corazón.
Hay un poema, certero y feroz, de Roque Dalton. Se titula El espejo para el vampiro. Es contundente, es corto - economía de palabras para gritar verdades perennes-, así que lo transcribo entero: “Para descubrir a un burócrata/ plantéale un problema ideológico./ El rostro del problema/ no se reflejará en el burócrata./ El rostro del burócrata/ no se reflejará en el problema”. Sencillamente, genial. Ya no se escribe así porque ya no se siente ni se piensa de esa manera.
Hay también entre las hojas la transcripción de una cita de Sade que se corresponde a cabalidad con el poema del guerrillero salvadoreño. Afirma el divino Marques, lo afirma eternamente: “Decís que mi manera de pensar es inadmisible, ¿y qué importa? Buen loco es el que se propone prescribir a otras una manera de pensar. Mi pensamiento es fruto de mis reflexiones, pertenece a mi vida y a mi constitución. No está en mi poder el cambiarle, y aunque lo estuviera, no lo haría. Este modo de pensar que condenáis es el único consuelo de mi vida, lo único que me alivia de mis sufrimientos y prisiones, lo que crea todas mis alegrías en el mundo; y más me importa el que en mi vida lo que ha causado mi desgracia no es mi manera de pensar, sino la de los demás”. ¡Carajo!. Así se habla. De otra manera, mejor no hablar.
Sigo sumergiéndome en la agenda encontrada: están apuntadas, con prolijidad, todos los nombres de los maestros y las direcciones de las escuelas provinciales de Salta a donde concurríamos en vacaciones de invierno y donde pernoctábamos en nuestras travesías por las montañas.
Luego, desde Buenos Aires, les enviábamos libros, material escolar y hasta golosinas para los niños en encomiendas por correo, el histórico, el de los carteros, no el electrónico, tan escueto. Anotaré una de esas escuelas perdidas entre los cerros –sólo podías llegar caminando días- y los nombres de sus heroicos maestros: Escuela Provincial No. 539. Nazareno. Código Postal 4651. Departamento de Santa Victoria. Provincia de Salta (Había que agregar en la dirección postal, la siguiente indicación: “Vía La Quiaca”, así los funcionarios del correo operaban por el camino más directo. Nosotros entrábamos por el sur, por el lado de Iruya, que era el camino más largo). Los maestros eran Jorge Mario Funes Herrero y Miguel Ángel Lamas. Las maestras, las señoritas, se llamaban Mabel Llanos y Hebe Posmaevich.
Sigo pesquisando en la agenda y encuentro un par de referencias ineludibles de evocar a lo Truman Capote: otras voces, otros ámbitos. El rock and roll y la literatura.
Tengo registrado el teléfono de la “Negra” Poli, la pareja de Skay, el guitarrista de los entonces emergentes Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. A ellos, me los había presentado M., un chico muy extraño –era vegetariano- que coleccionaba y vendía pianos antiguos y en cuya casa falleció Luca Prodan. De hecho, tengo anotada la dirección. Alsina 451, a la vuelta de Plaza de Mayo.
Con la “Negra” y Skay amistamos un tiempo y ella era generosa: previa coordinación telefónica –el número era el 842482 y previa era un día antes o dos, no eran móviles, eran teléfonos fijos-, ella nos hacía entrar gratis a los conciertos, digo nos porque éramos una bocha de amigos y el que suscribe. Así vimos todos los conciertos de los “redondos” en Palladium, una especie de desembarco formal en la escena porteña del rock consagrado. El otro día le conté esta misma historia al “Gabo” Guzmán que recaló, de momento aquí, habiendo zarpado desde Ginebra-Suiza.
De la literatura, anotaré un dato ya mítico: Fogwill. Arenales 2669 6º. A. 826-4268. Hay muchos más amigos muertos entre las páginas de la agenda que mejor dejarlos ahí en este texto. También al texto, ahora que lo pienso bien, lo voy a dejar aquí. Cerraré el cofre: podría seguir horas, días, semanas, anotando recuerdos y quedarme atrapado en ellos. Así que levanto la vista de esta maquinita infernal y veo a la distancia la filosa línea del altiplano delante de mis ojos. Respiro hondo, siento a mi corazón vagando por ahí, vagando en dirección a Caquiaviri o más lejos y pongo fin a este trip nostálgico, un viaje entre saudades y dejavús. Escribo, sin dudarlo: fin.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 19 de octubre de 2018
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