Ciudad escondida


A Faqv

Salí de la casa. Caminé por una avenida que se volvió calle, luego, ascendiendo, se volvió camino, luego huella, luego senda, luego tierra y piedra: se volvió cerro.
La Paz tiene eso, es su marca: la presencia de la montaña es tan presente, permítaseme la redundancia, que caminas algunos minutos y ya estás andando los cerros.
Por eso, es verdad lo que Sáenz señaló en una memorable sentencia, inscripta en alguna de sus páginas: La Paz tiene sentido porque tiene montañas. Decía, algo así: ¿qué gracia tiene vivir en una ciudad sin montañas? Me pregunto siempre lo mismo. Será por eso que no ceso de acudir a las serranías a ver qué hallazgos tiene la montaña para mí.
Y hoy que salí de la casa por la avenida-calle-camino-sendero-tierra-piedra hasta el cerro, la montaña me alucinó, estas nuevas montañas de Antaqawa me alucinaron con fuerza, con esa fuerza imparable, tumultuosa, que sólo puede tener la naturaleza.
Lo que encontré entre los pliegues profundos de esta sección de la precordillera de los Andes fue una ciudad escondida, una ciudad oculta, una ciudad labrada, cincelada, forjada entre abismos desconcertantes y la serena majestad de lo que se eleva, roza los cielos, inspira sin atenuantes y sin dejarte respirar, belleza salvaje, belleza pura y dura que devuelven brillo a tus ojos, le dan magia a tus pasos y llenan de encanto la vida, el mundo, el cosmos infinito.
Estaba allí. Estaba allí, escondida. Estaba allí, muda y silenciosa. Estaba allí, velada, alzándose porque sí: porque estaba ahí latiendo por dentro, hablando consigo misma, estándose desde lo inmemorial, desde el principio de los tiempos, brindándote certezas, verdades tan evidentes y tan colosales como las moles de arenisca que contemplabas deslumbrado.
Me decía, viendo los abismos imposibles, angosturas temibles, farallones cayendo a pico, cien metros, mil metros, viendo esos tajos en la tierra tan profundos que sentías que por ahí –si la dejabas- podía fugarse tu vida, viendo la intocable majestuosidad de todo eso, me decía: esto no lo estoy viendo, lo estoy imaginando, lo estoy soñando con los ojos abiertos. Pero no, no lo soñé: lo estaba mirando con esos mismos ojos.
Era una ciudad teatralmente dispuesta: un dios caprichoso, un dios ebrio, la echó entre medio de los cerros y luego el viento y el agua, el tiempo y el azar, hicieron su faena de titanes.
Podías dar rienda suelta a tu cabeza y disparar tu imaginación y ver prodigios: decenas de góticas catedrales, todas juntas, alzando sus agujas, desafiando al vacío; guerreros insomnes, apiñados, encubiertos, listos para el combate, resguardando sus atalayas y sus fortalezas.
Las imágenes irreales, el efecto de irrealidad, se terminaban disolviendo mientras seguías caminando y, a la distancia, debajo, lejos, debajo, veías a la otra ciudad, a la ciudad que creemos verdadera, a la ciudad de La Paz, desparramada por sus amplios valles, enseñoreada en sus laderas.
Y ahí, volvía a inquietarte la sentencia saenziana. Cuando el artista escribió aquello, se refería a montañas  que estaban adentro mismo de La Paz: el cerro Laikakota, el cerro de Santa Bárbara y las montañas de Llojeta –que eran su linde.
Cuando llegamos a La Paz el 87, los he conocido a todos, en el espíritu en que los aunaba Sáenz. El Laikakota, esos años, aún era refugio de hombres desadaptados, como uno. Por Llojeta, dejando atrás las ladrilleras que estaban en la prolongación de la calle Muñoz Cornejo –allí terminaba la urbe propiamente dicha-, caminamos mil veces, de día, de noche, con lluvia, peligro, ansía.
Al cerro de Santa Bárbara me lo enseñó a querer un morador de ese barrio histórico, el Guillermo Aguirre, y fueron cuantiosas y aluvionales las noches donde íbamos a sentarnos en alguna piedra con algo de coca y una botella de singani en la mano para conversar sobre el ancho mundo, su devenir, viendo a la ciudad, la que creemos verdadera, echada enfrente nuestro, toda iluminada como si el cielo le hubiese dejado en custodia a las estrellas para que La Paz las cuide.
Todo eso, ya no existe. Desapareció. El progreso acabó con el misticismo y la complicidad con la piedra adentro, ahora debes ir a buscarla extramuros. Y si algo maravilla de esta ciudad, ¿la real? ¿La verdadera?, es que sus contornos encierran tesoros ocultos, ciudades escondidas, fuego vital, aire que te revive, espacio, demasiado espacio, todo el espacio que quieras donde calibrar la mirada y llevarla lejos.
Sigues caminando, sigues viendo ciudades sumergidas en los abismos, sigues viendo a la naturaleza desplegada, extendida, la naturaleza aumentada y te preguntas con una sonrisa entre dientes: ¿será esto a lo que llaman realidad aumentada? ¿Será que la tecnología nos ayudará a regresar al origen? ¿O será que seguiremos extraviados, amontonados en las urbes que creemos verdaderas, ensanchando cada vez más la distancia que desgarra al hombre, ampliando cada vez más la brecha entre cultura, o lo que creemos es la cultura, y la naturaleza?
¿Podremos juntos regresar de las heridas que nosotros mismos nos causamos? ¿Cuándo vamos a celebrar la existencia de las ciudades escondidas donde solo moran las vizcachas y los pájaros? ¿Cuándo vamos a recuperar la mirada de la vizcacha y sentir que esos cerros que solo atesoran serenidad y belleza son también nuestro hogar –el hogar de nuestra sensibilidad, el refugio del alma- y los vamos a cuidar, los vamos a volver a venerar, vamos a volver a sentirlos propios, parte de nuestra piel, parte de nuestro ajayu?
La travesía asume su lado peripatético –es inevitable el filosofar frente a tanto despliegue prodigioso- y es entonces cuando rompes con la domesticación impuesta, te liberas de todas las ataduras mentales que te impone la civilización, o eso que llamamos o que creemos que es la civilización, y ya no piensas más o piensas ¿y porque no?
¿Por qué yo no puedo ser una piedra y rodar y despeñarme? ¿Por qué no puedo elevarme junto con ese pájaro? Entonces, sucede el milagro, sucede lo que le sucedía al chamán. Tu cuerpo se aligera y te lanzas a volar.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 9 de octubre de 2018

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