Miguel Sánchez-Ostiz
A.M.Pascual hablaba de «minuciosos y pacientes eruditos». No pertenezco a esa clase. Me falta paciencia y me faltan ganas. Termino por aburrirme de lo que me traigo entre manos. La curiosidad flaquea. ¿Me pregunto qué hago ahí y qué es en realidad lo qué estoy haciendo? Pienso que ese esfuerzo de rescate de materiales es tiempo perdido, que nadie me paga por ello, ni tendré paga de viejo, ni cátedra ni hostias, nada, el prurito de ver lo nunca visto, de la caza furtiva de esa línea inédita, el trofeo, la cabeza disecada… Lo decía Francisco Nieva: tener un libro de Baroja encuadernado en piel de Baroja. Esto en sí mismo es balzaquiano. ¿A quién interesan esos trabajos? Al club de los cuatro gatos. Y tampoco tengo mucha querencia por esos lugares que me parecen prisiones, de lujo, pero prisiones. Pienso en los herederos de los escritores cuyos despojos manejo y en cómo esas cartas –no susceptibles de manipulación como lo son los dietaris des couilles– que se vendieron por cuatro perras, terminan en una caja de caudales después de que con ellos se enriquecieran de una manera o de otra todos menos el autor y sus herederos. Siento un asco irrefrenable. Steiner, en uno de los primeros textos suyos que leí, hablaba de la erudición como una construcción fantástica y surrealista, yo casi prefiero hacerlo (desde que de manera involuntaria colé una ficha bibliográfica imaginaria en la Biblioteca Nacional Francesa) de novela desordenada. Todo es novela desordenada, la propia vida para empezar, que no tiene otro planteamiento, nudo y desenlace que su fenomenal barullo, su devenir azaroso y la fosa o el horno que nos espera con la boca abierta. No hay tiempo, todas hieren, los verdaderos trabajos no admiten espera… me lo he dicho muchas veces y lo he olvidado muchas más.
*Texto publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (21/11/2018)
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