Pablo Cerezal
Las calles de Cochabamba se desperezan al ritmo atropellado de correteos y chillidos de niño. Ha llegado la Navidad y, con ella, centenares de familias que mascullan, entre cariadas y hambrientas dentaduras, ofertando felicitaciones y suplicando limosnas. Han bajado de los escalofríos nevados de la cordillera. Han llegado de la marea estanca del campo. Vienen del lóbrego poblado de madera muerta y pan de ayer, a esta tormenta inversa de cemento y vidrio que es la ciudad. Abandonan paraísos como prados para sembrar destellos de indigencia aquí y allá, entre los adoquines, a la sombra del tráfico, a la puerta de los mercados y entre los labios de las alcantarillas. Y llegan acompañados de sus retoños, que convierten la tragedia de la mendicidad en una comedia de juegos inconscientes, sonrisas dinamitadas y miradas de peluche.
Vienen a la ciudad porque esperan obtener de sus habitantes la limosna que les asegure la continuación de los días. Sueñan hallar la bondad de sus compatriotas, tras esta marea de paz y solidaridad universales que la Navidad, ¡ay!, debería instaurar en los corazones humanos… si de honrar las prédicas de su inventor se tratase. Atestan las calles con sus ropas de carestía y sus proles de apetito, redecorando las aceras en que rompe la marea del consumo y los excedentes. Tan callados, ocupados tan sólo en su mano alzada al transeúnte, a la espera de monedas, migajas, prendas de vestir que les desvistan el miedo a un futuro que, en su caso, llega con adelanto. Tan en silencio, ya digo: como tormenta abortada por los caprichosos designios de la polución.
Es así que, en Cochabamba, como en cualquier otro lugar -me temo-, los desheredados del banquete universal buscan entre la multitud la gema de esta minería de escarnio en que convertimos, el resto, la dulce Navidad
Vienen de los cerros, de la verticalidad horrenda de cordilleras sin mañana, de los pastos incendiados en ignominia de un progreso que ignora lo verde, lo claro, los valles, los cielos. Vienen de la ciudad subterránea para colmar nuestras calles de andrajos, plegarias y súplicas de pan o moneda. Aquí, como en el resto del orbe: el pobre aprende del rico que éste debe refregar su conciencia en el barreño de la limosna y la caridad… la limosna caritativa. Es por ello que bajan a la ciudad sin límites con un fronterizo rezo demoliéndoles la dentadura. Es por ello que invaden las acequias de hormigón y ladrillo en busca de la migaja que nos sobra o no nos place. Mendicidad latente de la Navidad y la Buena Nueva. Mendicidad oculta entre los rieles de ferrocarriles que conducían al futuro y quedaron en mero atropello de fraternidades y utopías.
Ha llegado la Navidad, con su fragancia de pavos asados y cebones sacrificados a la mayor gloria de la gula y el exceso. Ha llegado la Navidad para replegar su manto de banquetes sobrantes en la noche de cartones remendados y pies fríos que habitan los habitantes de la montaña, los montaraces supervivientes de la cordillera, los desheredados... los conocéis, vosotros que habéis tenido el valor de enfrentarles la mirada.
Ignoro si es mejor cristiano el que les ofrece la dádiva de la limosna y el mendrugo de pan (siente a un pobre en su mesa), o el que se niega a siquiera mirarlos para no favorecer su inactividad pordiosera (la igualdad no es posible). Sólo creo comprender que ellos también anhelan el tiovivo de electrónicas y lujos a que nos someten (a unos y otros) los dueños de mercados, bolsas y gobiernos, y tal vez sea éste el verdadero mensaje oculto del dios de los cristianos: la igualdad entre los hombres y, por supuesto, dejad que los niños se acerquen a mí… aunque calcen zapatos de barro y vistan túnica de lamparones.
La Navidad, en Cochabamba, no es blanca. Salvo por el latigazo de este sol de mediodía que amenaza devorar las noches.
Extracto de Breve historia del Circo
Pablo Cerezal
*Publicado originalmente en el blog del autor, vislumbres de El Dorado (23/12/2018)
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