Vas a ofrendar la última morada de la Dana
Y transitas de nuevo por el camino que transitaste uno y mil soles, una y mil tormentas y te conmueves
Te alegra también volver a ver a la Honoria, tu casera de tantos años, una década sabiendo que ella se estaba allí en su tienda, se estaba de verdad, con sus pesares y su historia triste que se trajo de Collana, con sus emociones genuinas que vos ya sabías cómo encontrar, eso porque sí, porque ya lo habías descubierto, porque si, porque si la vida no se trata de compartir, de compartirla, no se trata de nada
Luego, avanzas, sigues por el camino de las mil y una noches donde la luna reventaba de dicha y nos iluminaba
Y ves, como el camino, también se puebla de insensatez: urbanizaciones fantasmas, una, dos, tres vietnams de la especulación inmobiliaria, vuelven las quebradas un manto que encubre futuros espantos, construyen casas como colmenas, deliran por la codicia: se queman
Ves también que el camino sigue allí, también se está, y se está como siempre: maltrecho, estresado de ser camino que aguanta todo el trajinar camionero de la verdura que comen en la urbe, la Babilonia de la Hoyada, a la cual le importa un comino el camino le importa un carajo la gente que faena y cultiva sus lechugas y sus puerros le va importando un comino y un carajo todo
No importa: tú te obstinas. Vas a ofrendar a tu perra, vas a compartir con la Dana
Te sales del camino, entras en la huella, la quebrada de Huacallani se abre para que tú la contemples con la misma intensidad y el mismo fervor con el cual la contemplaste siempre
Esta vez, vas en carro: entiendes qué fácil puede parecer el mundo cuando recorres en un minuto lo que tú te demorabas cien pasos
Pero te preguntas: ¿es más fácil comprender así lo que te rodea? Piensas: lo humano se forjó caminando, lo más humano. Ni Buda ni Cristo necesitaron ni siquiera caballos
Te extrañas que vayas en carro pero recuerdas cada uno de tus pasos
Fuiste y volviste por allí: esa quebrada es tan tuya como lo es del Elías, el único morador, el último morador, de esos parajes
Al Elías, que lo escribiste siempre, lo vuelves a sentir, sabiendo eso, ahora que vuelves, que estás volviendo, y ¡Dios! encima de un carro: esa quebrada, ese tajo, ese huayco, es tan tuyo como todo lo que escribes, como todo lo que sientes, como tu piel, como el viento que baja desde Chiaraque, como el Elías que se volvió, literariamente, parte de vos, parte de tu vida
Pienso, pienso ahora que lo escribo: ahora lo escribo, lo empiezo a escribir, a Zenobio, el solitario campesino de Antaqawa. Pienso: es el Elías trasmutado, es el otro Elías, es el nuevo Elías. Pienso que si no hay nadie con quien compartir un texto, si no hay sangre conjugada, conjugándose, no hay texto, no hay sentido para el texto. ¿Para quién canto yo entonces?- se preguntaba Charly García cuando estallaba de lírica. ¿Para quién canto yo entonces?, me preguntó yo. Intento una respuesta: tal vez yo escribo para Elías y para el Zenobio. Y les escribo porque ellos son los Señores de Estas Montañas que Amo y respetos merecen respetos
Entonces, cruzamos el río
Empezamos a subir el cerro
El carro es un Nissan: vuela
A mí me ataca la nostalgia: recuerdo cada paso, cada cactus, cada piedra, cada mirada al paisaje, cada sensación de fuerza: a estos cerros secos, casi muertos, hay que subirlos, hay que subirlos a pie, “patearlos”,[1] sentirlos a cada paso, para revivir, para revivirlos
Y así sea subiendo raudamente en el Nissan de Bruno, yo siento que revivo, yo siento que reviven
¿Qué será? ¿Qué será lo que uno siente? ¿Será que la nostalgia te fortalece o que la fuerza revivida te da nostalgia de otras fuerzas, de otros combates? ¿Será que siento el influjo del Elías y sus vacas y sus senderos y su vertiente y su recuerdo lo que me fortalece y me da nostalgia o viceversa? ¿Será que uno es, simplemente, así y de lo que se trata, de lo que se trata ya 55 años es de entenderse, es de entenderme? Será, algo será y será todo eso y será algo más pero ya no importa
Las huestes de Apolinar, el contratista, no están. Han botado una carrada de piedras en medio de la huella: hay que estacionar el Nissan y dejarlo atrás. Yo revivo. Será caminando que lleguemos a la tumba a la Dana –en realidad, siempre supe que sería así. Uno vive en el misterio y la incertidumbre pero algunas certezas tiene, tiene que tener: el caos tiene sus códigos
Entonces, vamos a caminar
Es mediodía: el sol te raja
(Un día, conocí a unos antiguos hippies de Alaska: ellos me contaron que la recepción de rayos UV en tu cerebro es proporcional a tu apertura mental. Creer o reventar: yo les creí desde el principio)
Allí están tus antiguos pasos: simplemente, los sigues.
Eso se llama certeza, confianza, fe en vos mismo.
Eso se llama una historia, una convicción, una verdad
Allí te das cuenta lo que no puede brindarte la más generosa de las tecnologías: el punto de vista.
Vuelves a ver: las montañas
Vuelves a sentir: todos los sentimientos, todas las intenciones, todas las voluntades todo lo que se te ocurra, está allí, delante de ti: es una montaña
Es la colosal construcción de los dioses
Es la definición perfecta de lo que es hacer algo y hacerlo bien
Es la condensación de lo bello y lo sublime: qué pena que Kant no conoció los Andes
Es una montaña.
El reflejo de lo sagrado está ahí: no tienes donde perderte. La miras. Te convences. Lo sientes: una montaña será siempre el recinto de lo sagrado. Si no lo sientes, hermano, tienes un problema, ¿se entiende?
Llego a la tumba de la Dana
Aún no lo escribí y si lo escribí, no me importa decirlo de nuevo: la enterramos allí porque Dana se merecía eso: una tumba de piedra, digna de sí, digna de guerreros y antiguos reyes. Ella era eso: una reina en sus dominios de cerros secos, casi muertos, y una luchadora contra todo el espanto que tanto desgarro pueden causarte
Yo aprendí con la perra eso: a amar a la hostilidad, a comprenderla, a volverla parte mía, parte de la fuerza necesaria para resistir. La perra me brindó, diariamente, una lección de estética imprescindible: la necesidad de encontrar la belleza como sea, donde sea, cuando fuera, a cada momento
Si yo pude humanizar a la perra, no lo sé: ella lo sabrá y ella, ahora, está muerta. Pero lo que sí, la Dana, me animalizó, me animalizó todo lo que pude animalizarle y se lo voy a agradecer siempre
Ella me hizo entender que la felicidad es también un hábito. Y que ese hábito, ese hábito de ser feliz, tiene que ver con una estética del despojo, del alumbramiento que nace del despojo, del despojarse; no hace falta nada para encontrar la felicidad, sólo hace falta darse cuenta que queremos eso y vivirlo y sentirlo y yo empecé a entenderlo viendo a la perra, viendo el cariño y el ardor que le metía a su territorialidad de perra, viendo cómo corría rotundamente feliz por los cerros, viendo que, cuando lo comprendí, empezamos a compartir esa territorialidad y esa felicidad, felicidad animal, insisto, que es, es mi conjetura, la mayor de las felicidades que un humano puede asumir: la felicidad de volver a sentirse animal, en crudo, en pepas filosóficas y existenciales. Hay algo que recuerdo hay que leer en torno a esto: Desmond Morris, otra vez los hippies, un zoólogo que hizo filosofía. No hizo etología, como Lorenz: construyó una vuelta filosófica a nuestro ser/ estar originario
Entonces, estoy frente a la tumba de la Dana
Y le agradezco de corazón
Cuando tenía seis meses de vida
Y me curó de una polineurosis que tuve
Porque me pasaba de mambo
Entre la campaña del Evo el 2005
Y todos mis otros delirios montañeses
Y le agradezco que después
Fuimos y volvimos desde Tarija
Y le agradezco también y mucho más le agradezco
Que luego me hizo entender
Casi todo lo que siento
Y casi todo lo que escribo
Y que no debía enfrentar al destino
Sino que debía acompañarlo
Y que si podía en el acompañamiento
Señalarle un atajo, vale
Si podía, indicarle otra huella, sirve
Pero nunca desoírlo ni desmentirlo
Porque el destino ya está marcado
Y uno, cuando quiere torcerlo
Lo único que logra es alejarse, perderse, engañarse
Con lo que no es ni real ni verdadero
Entonces, llegaron la Carolina y el Bruno
Challamos con la Caro la tumba de nuestra perra
Compartimos con ella todo lo que la queríamos
La sentimos profundamente en el lugar más seguro
Y más amable de nuestros corazones
Y luego nos despedimos y empezamos a bajar
Fue allí, donde la luz se conjuró
Yo siempre espero señales: de la vida, de los dioses, del destino
Y las señales, gracias a la vida, a los dioses y al destino
Siempre me aparecen
Así fue que bajando el cerro
Apareció esa extraña luz
Era una serpiente
Una serpiente
Deslizándose por los cerros
Por la patria de la luz…
Era Amaru, era Katari
Eran ellos
Los que me decían:
Vete tranquilo, Pablo
Nosotros la vamos a cuidar
Nosotros cuidaremos de la Dana
Ella puede descansar en paz.
Pablo Cingolani
Antaqawa, enero de 2019
[1] Argentinismo: caminar
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