Elogio de lo áspero

La montaña es infinita. Por ello, acudo siempre. No se agota, no se repite nunca. Pero es un territorio de cuidado. Uno no puede lanzarse hacia ella sin, al menos, respetarla. No es lugar para insensibles. La montaña es capaz de devorarlos, como sucede tantas veces. Es que allí arriba domina la hostilidad y, en cualquier momento, te salta encima. Por eso, debes dejarte guiar por ella. Si abres tu corazón, es la montaña la que te guía, en la montaña la que te enseña.

Si aceptas el trato, si aceptas que la montaña es la que manda y tú, simplemente, acatas, la montaña se vuelve un lugar de revelaciones y si se trata de eso, de llenar tu alma de hallazgos que se arraiguen en vos, ya te dije: la montaña es infinita. Promueve un diálogo imparable. Provoca clarificaciones y claridades. Te ausenta de la banalidad del drama. Cuando subes, cargas con uno propio y bien específico: bajar, volver a casa.

La Paz tiene ese encanto: hay más montañas que supermercados, hay más montañas que cines y bibliotecas, hay montañas por todas partes y más allá también, sigue habiendo montañas y montañas. Ese es el toque que maravilla de esta ciudad no-ciudad: su ajayu, su alma montañesa. El teleférico le ha agregado una inesperada gracia: poder verla desde el aire, como la ven las aves, poder ver también a las montañas que la nutren, que estiran el horizonte, que cautivan como sólo el horizonte de montañas puede cautivar.

Es que la montaña siempre ha sido cantada y celebrada por eso: por el ansia que despierta. Sólo el montañés no la siente y es que es sencillo: la montaña no es la montaña, es su vida. Pero para todos los demás, que somos casi todos, la montaña está ahí para conmoverte, para que la sientas, para que te dejes cautivar.

No es sencillo, a menos que sólo quieras vivirla mirándola desde la cabina del teleférico. O sí lo es, sobre todo, aquí, donde ya te dije: hay montañas por todas partes. Sí lo es si dejas la comodidad a un lado. Si lo es si te atreves a abandonar esa comodidad sospechosa que traen consigo las ciudades, cualquiera sea. Esa comodidad que ahora va atada a esa modernidad, más sospechosa aún que las ciudades mismas.

El dilema es tan viejo como las ciudades, la creación humana más excelsa de todas, según algunos. El tema es que nos vamos distanciando de manera irreversible de la naturaleza –aquí es donde la modernidad juega el papel protagónico y decisivo y nos está timando y nos está cagando en serio- y volvemos, ¡ay! filosóficamente hablando, y como siempre, al principio: en realidad, diez mil, siete mil años de urbanismo y cinco mil años de reflexión, de pensarla, no han resuelto nada. Seguimos dando vueltas en círculos, pero ahora ebrios de esa modernidad que nos acorrala en las urbes/ubres, anula las distancias, juega con el tiempo y está terminando de reemplazarnos como especie.

Más allá del tremendismo apocalíptico, tan afín al pensamiento líquido, hay esa realidad que se vive a diario y que no es noticia y es que, más allá de lo que pase o lo que deje de pasar, está tu vida. Y mientras seguimos pensando al mundo sin ningún beneficio ni resultado, hay que vivir, hay que vivirla. “Y la vida que vive con tal belleza…”,[1] está ahí, está al lado, está en las montañas: sigue viva, sigue latiendo. Dirán que abuso de un subjetivismo extremo: desde ya, no lo duden. Dirán que mistifico: también. El tema es simple: dime cómo enfrentamos a toda la mierda que nos tira encima el capitalismo, la modernidad, la globalización, la democracia y todas esas vainas. Me dirás así o asá. Y yo insisto: dime, ¿estás dispuesto a morir por lo que crees? Dime, ¿volvemos a la lucha armada? Preguntas, preguntas que acucian o deberían acuciar: silencio.

La montaña es el santuario donde todos los interrogantes se resuelven si vas con el corazón en la mano, dispuesto a despejar tus dudas, ansiando encontrar la verdad, una al menos, una, poderosa, una, poderosa y tenaz, que te permita vivir.

En la montaña, hay viento. Y ya lo dijo el señor Zimmerman, no Zuckerberg: la respuesta está flotando allí, en el viento. Y ya lo dijo Ernesto, no Guevara, sino Cardenal, el poeta: el viento es invisible/ pero tiene mucha fuerza. De lo mismo, ahora que recuerdo, hablaba Dostoievski: de la fuerza y parafraseándolo, anotaré este final: No necesitamos dinero, o mejor dicho, no es dinero lo que necesitamos, ni siquiera es poder, sólo necesitamos lo que se adquiere con el poder y no puede adquirirse sin él: la conciencia tranquila y solitaria de la fuerza.

El poder, la fuerza, las montañas… Ve tú a saber.

Pero está allí

Está aquí

Siempre está.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 21 de junio de 2019, solsticio de invierno
En memoria de Dana y el Gatito que fueron enterrados en el cerro Mullumarka. Dedicado al gatito Limón, ni un año de vida atesora, que va, como debe ser, por la senda del ruso.




[1] Extracto agradecido de un correo electrónico que me envió Álvaro Díez Astete.

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1 Comentarios

  1. Admiro quem tem essa capacidade de escrever tão bem, de narrar coisas com esse tom cheio de beleza

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