Pablo Cingolani
Era una faena febril: todo el tiempo llegaban noticias de lugares lejanos, de países desconocidos, de otros continentes. Fray Martín no se quejaba: ser uno de los cartógrafos del Santo Padre no era un mal trabajo. Comía lo que se antojaba, bebía profuso y diverso, laboraba en algo que el mismo consideraba (casi) mágico: delimitar costas y ríos, dibujar montañas y desiertos, describir los rostros de un mundo que cada vez se volvía más ancho y más extraordinario.
Las noticias llegaban y llegaban: las traían robadas o compradas los espías vaticanos, venían lacradas en mapas o cartas enviadas al Pontífice, las narraban los viajeros de toda laya. Al fraile le encantaba recibirlos y ofrecerles, mientras escuchaba sus relatos, jamón de la Toscana y finas rodajas de dulces melones de Ancona. Luego, entre brindis de vino, entre copa y copa, tomaba notas. Nombres de cabos, caletas y penínsulas; alturas de montañas; pasos necesarios para atravesar eriales. Cuando se pasaban a la grapa, borroneaba en carbonilla todo lo vivo: gentes, animales, plantas, flores, insectos, serpientes, ballenas, monstruos.
Una noche de invierno, golpeó su puerta un hombre extraño. Era un antiguo marinero de una nave española que había naufragado en los trópicos. Sólo perduró su nombre: Francisco. Y su lugar de nacimiento: Álava. Tras que la nave se hizo trizas entre demonios y rocas, Francisco de Álava nadó y nadó y llegó, casi muerto, a una playa de mangles. Lo rescataron los nativos. Lo cuidaron. Supo convivir con ellos. Lo tatuaron. Lo cuidaron. Supo compartir con ellos. Le dieron de fumar. Luego de añares, Francisco se dio modos de volver a Europa, trayendo consigo las noticias de los paganos y las semillas de las plantas que había pitado. Con todo ese bagaje, golpeó a la puerta.
A Fray Martín le pegó suave el mambo, le subió fértil el cáñamo. Donde había despoblados, los empezó a llenar de oasis y tesoros y damas misteriosas, tan bellas como el lapislázuli y tan suaves como el éter. A donde existían aldeas y poblachos, el los ornó con palacios relucientes, estatuas de jade y mansos unicornios. El vacío se pobló de estrellas que bajaban del cielo, de hombres que atravesaban el tiempo, de huellas en la arena, de puentes de mica y topacio. Eran tan bellos los mapas del cartógrafo vaticano que el mismísimo Papa de la Cristiandad lo mandó llamar para preguntarle:
—Dime, mi Fray Martín, ¿son reales los mundos que me cuentas en tus mapas?
Fray Martín estaba volado –de hecho, con el de Álava, tenían una plantación detrás de la iglesia y sus tronchos ya se mercaban en Venecia y en la Iliria y más allá también y al humo, el fraile, ya lo llevaba adentro. Respondió:
— Sumo Pontífice, Padre Mío Serenísimo, con todo respeto te digo: con la exultante y sagrada certeza que me anima, no sé si esos mundos serán reales o qué serán…de lo que estoy seguro, lo que yo sé, es que esos mundos están adentro de este nuestro mundo porque son mis mundos, porque son míos.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 8 de octubre de 2019
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