Pablo Cingolani
Bajando de la montaña, bajando de Mullumarka, bajando del territorio sagrado donde fui a compartir con mis almitas más queridas, me encontré con el emo con peluche.
Compartimos el asiento delantero de un minibús número 379 que venía desde El Palomar –comunidad rural, productora de afamados quesos- hacia la ciudad de La Paz. Abordé la nave en Lipari, agradecido a Dios y a los Apus, por su aparición, tomando en cuenta la escasez de transporte público que vivimos las dos últimas semanas por motivos de público conocimiento.
Lo primero que advertí fue la presencia del peluche. Estaba dentro de una primorosa bolsa de cartón, decorada con dibujos a colores de gatitos naifs, y, además, troquelados. Dentro, estaba el peluche de marras, del cual sólo podía ver la punta de su cabeza color arena, seguramente otro gatito. La inesperada sorpresa de encontrar un peluche embolsado dentro de un minibús rural-urbano me llevó a indagar sobre su portante. Fue entonces que, girando levemente, me encontré con el emo.
Estaba vestido, como debe ser todo emo: todo de negro. Chamarra negra, vaqueros negros, botas negras, flequillo negro, negrísimo, abetunado. Cargaba pulseritas y fetiches en manos, brazos y cuello y, signo de los tiempos, no dejaba de mirar a su teléfono: lo que me causó más sorpresa aún –más sorpresa que el peluche- es que andaba siguiendo la ruta por donde andábamos transitando por el puto teléfono.
Hubiera sido fácil preguntarle si iba o volvía, si el peluche era para regalar o le había sido obsequiado, y un largo etcétera, pero, desde ya, no lo hice: ¿de qué sirve la vida si no hay misterio? ¿de qué estaría escribiendo ahora si ya supiese todas las respuestas?
Sólo diré: cuando para algunos todo zozobra, el emo con peluche es una prueba evidente de la continuidad de la vida, de la normalidad de la vida, de esa vida, que nos guste o no, tienen las personas de carne y hueso.
Es emo. Viste de negro. Lleva un peluche en una bolsa. ¿Estaría yendo a ver a su novia en la ciudad y, por eso, usaba el Google Maps? O, ¿volvía de verla en Taypichulo? Tal vez, más allá de estas conjeturas, el emo estaba sacando a pasear a su peluche, lo que igual sigue siendo otra conjetura. La realidad- real que transmite el emo con peluche es que la vida continúa, la histeria y el falso afán cesarán y la historia la van a volver a escribir los pueblos, con peluches o sin peluches.
Me bajé del 379 en la Plaza Humboldt y, parafraseando a Monterroso, el emo todavía estaba allí, seguiría allí, eternamente, ahora que te escribo, querido emo, seguirás allí, anclado con tu peluche al lado del laburante, del minibusero, demostrando que la vida sigue, que nada puede detenerla y que, en este país, que cada vez menos es el no país del abandono y la tristeza, también un emo con peluche, otro héroe anónimo, tiene un lugar en la lucha cotidiana por su forja.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 1 de noviembre de 2019
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