Concha Pelayo
El tiempo, en estos días de confinamiento, se ha convertido en mi aliado. Las prisas han dejado de existir y hago todo con lentitud. Me levanto despacio, tranquilamente. Me aseo, desayuno y trajino un poco por la casa. Me levanto tarde porque me acuesto tarde, viendo alguna película, leyendo o, simplemente, vagueando. No tengo ninguna prisa. El tiempo, ya digo, es, ahora, mi aliado. Esta mañana, después de terminar los quehaceres cotidianos, me senté a leer en mi terraza, al sol. Por suerte había salido. Mi terraza es silenciosa y tranquila. Me permite leer sin que nadie me perturbe. Ninguno de mis vecinos hace ruido. Sólo los pájaros surcan el cielo mientras oigo sus trinos. En mi terraza hay algunas florecillas que se han mantenido durante todo el invierno y ahora se muestran exultantes y bellas. Y cómo no, también he empezado a ver las primeras hormigas correteando. Pensé en que tengo que comprar algún producto para erradicarlas. Y mientras pensaba esto, mi libro se me resbaló de las manos y fue a caer precisamente sobre un grupito de hormigas que corrían en todas direcciones. Al levantarlo, me di cuenta de que había cuatro o cinco cadáveres que habían sucumbido bajo el impacto. Me quedé mirando el estropicio, la masacre hormiguera que había producido el libro al caer sobre ellas. Reparé en que las que quedaron vivas corrían entre los cadáveres de sus hermanas, rodeándolos, como acariciándolos con miedo, con estupor y se alejaban de nuevo, pero volvían al momento y así hicieron durante un buen rato. Reparé, sin embargo, en que dos de las hormigas muertas no lo estaban tanto, pues una parte de sus cuerpecitos se movía mientras que la otra permanecía quieta. Pensé que se habrían fracturado la columna, si es que las hormigas tienen columna, claro. Eran hormigas muy diminutas, casi microscópicas. Como esas que vemos cuando caminamos por el campo y a veces las pisamos sin ninguna contemplación. Confieso que nunca me había detenido a mirarlas como lo hice esta mañana. Y como hubiera hecho cualquiera otra mañana, si no hubiera sido por esta vida, sin prisas, que tengo ahora. Me di cuenta de que estaba compadeciéndome de dos hormigas agonizantes e imaginé la clase de sufrimiento que tendrían, si tendrían terribles dolores. Cómo sería el dolor de las hormigas…Tal vez se pareciera al dolor que debe causar en alguien que sufre un accidente y queda atrapado, malherido, entre las ruedas de un automóvil. Los dos cuerpecitos, inertes por la mitad, se debatían entre la vida y la muerte, agonizantes, mientras agitaban desesperadamente unos pequeños hilillos que salían de la cabeza. Empecé a inquietarme pues me di cuenta de que, de pronto, se me despertó una especie de conmiseración y empatía por aquellos minúsculos insectos. Tanto, que no me permitían seguir con la lectura ni hacer otra cosa que mirar aquella agonía. Con un pequeño palito ayudé a una de ellas a que arrancara a correr de nuevo y, oh milagro, la hormiga se levantó sobre sí misma como un resorte y se alejó de allí renqueando. Se ocultó entre la tierra de la jardinera y le perdí la pista. No sé qué camino llevaría. Hice lo mismo con la otra, que parecía estar más perjudicada, pero no reaccionó. Se movía con muchísima dificultad y decidí arrojarla a la tierra con el mismo palito. A todo esto, el resto de sus compañeras, siguieron acercándose y alejándose, desesperadas, sin saber qué hacer, hasta que hice desaparecer a las dos hormigas del lugar de los hechos, y con ellas también desaparecieron las “plañideras”. Después, ya más relajada, quise saber algo sobre la anatomía de las hormigas y descubrí que su cuerpo consta de tres partes, articuladas, seis patas, tres a cada lado y dos delgadísimas antenas o filamentos, en la cabeza, que es lo que movían con desesperación. Recordé, muchos años atrás, cuando contemplaba, extasiada, aquellas larguísimas filas de hormigas que cargaban con pesos superiores a su tamaño; y recordé también, que solía verlas después de un chaparrón y que sus cuerpos me parecían muy brillantes. No sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello. Lo cierto es que este tiempo de calma, sin prisas, me trae imágenes del pasado, ya olvidadas, que me sorprenden a cada instante.
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