Sienten el tac-tac de los latidos del antiguo corazón de cuarzo del cerro, y saben que está vivo –y que estar vivos es sentir eso, dejarse llevar por el latir de la montaña, el blues de la piedra, la tenacidad de su paciencia, ofrendando su piel y sus ansias a sus altares de topacio y mica, pintando sus pasos con los colores de sus peñas, el rojo del fragor, el verde liquen de la calma, el ocre apasionado, el carmesí del alma
Sienten su virtud, ese desgarro volcánico que vio al mundo hacerse y deshacerse, parirse y diluirse, renacer y fatigarse de nuevo, crepúsculo y resurrección, el ritmo perdurable, el abrazo del alba, la tibia noche de los silencios que se develan: ven, escucha mi mensaje, ven, confía en tus pasos, ven y no temas: es territorio sagrado a donde acudes, nada te dañará, todo es amparo
Allí, en medio de tanto abrigo, tatuados por la memoria de los días y las eras labradas a puro empeño, huellas de estrellas labriegas, sienten la sincera amistad del viento, el deseo feliz de la nieve, la consecuente complicidad de la luna, compañeros de esa nave invicta y sin treguas que llaman vida
Allí, siempre se están. Saben que no hay más morada ni refugio que ese que eleva su mirada hacia lo infinito, lo incesante, lo eterno. No hay otra inspiración. Allí, donde todo clama, está el clamor. Allí, donde todo ama, está el amor. Allí, donde todo encanta, no hay dolor. Allí, en el santuario de lo innombrable, ceremoniosa, solitaria y secreta, allí está la fuerza.
Pablo Cingolani
Desde algún lugar, 17 de julio de 2020
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