Forever young


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Manejando por la Interestatal 70, escuchando una versión en vivo de Forever young, Bob Dylan en Budokan. No la mejor, por cierto. Con las noticias, frescas y lúgubres, de la muerte de los amigos Jorge Panozo y Freddy Ayala Vallejos, en Bolivia. Futbolista uno; pintor y poeta el otro. “Siempre jóvenes” parece así una burla. Mientras escribo ahora, escucho el violín y el banjo del bluegrass en una canción que viene al caso: All the good times are past and gone. No lo creo tanto así, que sin duda asoman más penas y la cuesta abajo final, pero también ahí están los buenos momentos, la vida que siempre espera. Vuelvo a Goethe, al doctor Fausto y la enseñanza de que aunque cueste el alma las posibilidades se encuentran, que habrá una gitana que augure en tu mano que vivir recién comienza. ¿Por qué no?

Freddy Ayala fue instrumental en mi conquista de aquel gran amor que fue Ligia. Le pedí en cierta reunión, con ella presente, si le podía hacer un retrato que llevaría conmigo a Denver para colgarlo en mi habitación sola, casi como aquella ingenua canción de Sui Géneris que Armando trajo de su época cordobesa terminada por la Triple A (aunque a veces me acuerdo de ella...). La jugada sirvió, entre muchas, para eso que dicen seducción y que es todavía un misterio para mí. Cuadro que se perdió en recovecos y entre cachivaches del Café nuestro de entonces, padre nuestro que estás en la tierra.

El cielorraso alto de mi casa, como eran las antiguas coloniales de Cochabamba. Recuerdo que tenían tela, que con los años se había vuelto convexa. Anidaban vinchucas allí, la muerte con patas, con pico no de ave, con excremento letal. Chinches grandes e inmundas, encontradas a veces en las salteñas de la Fuji, calle Colombia, creo, cuando asentaban la salteña fresca sobre vinchucas descansando. Al día siguiente, horneadas, tenían en la base la figura de los bichos, cual fósiles del pretérito inmediato. ¿Qué comimos o bebimos? Mejor ni saberlo. Que en la borrachera en Caracota, cerca del gran urinario público, servían unos uchus de fideo con carne por centavos. Esa carne no les costaba nada, una trampa de ratas, un desdichado gato, un perro robado. Si hasta mi padre, de jovencito con amigos, recogía perros callejeros para venderlos a los circos. Ladraban los leones. Como nota diré que en el refugio de leones y tigres que hay en las montañas de Colorado, buena parte vienen de los circos y zoológicos bolivianos. Llegaron delgados, angustiados, deprimidos de que sus tremendas fauces ya carecían de dientes, que las garras se hicieron añicos y que el vozarrón se les aflautó como de niñatos pendencieros y cobardes.

Forever Young, ¿dónde estás Mefisto que quiero venderte mi alma? No por miedo de la muerte, ¿qué miedo se le puede tener? Porque me he dado cuenta, quizá tarde, que perdí el tiempo en elucubraciones sin sentido, que en amores y desamores las cosas son bien claras, no necesitan análisis. Le digo a Mefistófeles mientras digiero el Fausto, que la doy barata, regalada caserito, menos que un puñado de comeruchos, con atadito de quilquiña de yapa. Si el diablo ronda, ni lo sé ni lo presumo. El viento abre las puertas, huracanado que cuenta de algún tornado en la llanura. Me he hecho de un ábaco chino para calcular los días que me quedan hasta jubilarme. La historia de que envejeceré al hacerlo no la trago, que desde ahora mis maletas listas están para despedir el trabajo esclavo para siempre. Iré a enterrarme al Gobi, me ahogaré en el Amur, el Amur no el amor, que este río último, con mucho más peligroso que los tigres siberianos, puede dar fin con sueños y delicadezas. Que rico, sin duda, y que no lo esquivaré, tampoco. Entonces, conociendo la débil carne le pido al diablo que por ahora me conceda libertad, que las hetairas más tarde, porque ya con ellas descalzas y de jazmín por la casa la vida se habrá convertido en flor… carnívora.

Bíblico.

Salí a llevar a mi hija Emily desde el museo de locomotoras hasta su casa. Paramos en un supermercado que tiene cosas étnicas. Me traje mermelada de cereza agria, de Armenia, un chorizo lituano y galletas macedonias. Miramos la sección de pescado, fresco y congelado. Pescados rosados del Brasil, tilapias de China, patas de cangrejo rey, rusas. Cómo me gusta la diversidad. En el auto pusimos a todo volumen Dirty Boulevard, de Lou Reed. Pequeños y grandes placeres; de eso vivimos, con ello soñamos.

De a poco la noche penetra por las cortinas. En la noche fluyo, la paso despierto; formas que dan paso a otras formas. La noche trae sospechas. Los amigos se van. Mi padre cada mañana abría el obituario y veía que iban segando a sus amigos, a sus veinte primos, a los que hicieron la conscripción con él en la Muyurina. Casi como yo con el ábaco, restando, siempre restando. Sumar ya no cabe; realismo sin tragedia.

Tiro los zapatos, aflojo el cinturón. La caldera anuncia que el agua hirvió. Ligia estará gozando nietos. No sabe, ni sabrá, que nuestro entorno también se va cerrando. Que se cierre, pues, digo, pero no me arrastrará vacío, que de este mundo me iré cargado de visiones. No te llevas nada, auguran. Mentira; si lo vivo, me llevo todo, les pese a dios o al diablo.

15/10/2020

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