Z es el nombre de la película sobre Fawcett que financió Brad Pitt. La vi en you tube. Hubiera preferido no hacerlo, pero lo hice. Cuando la magia se desvanece, duele.
Percy Harrison Fawcett es recordado por haber sido uno de los exploradores más tenaces del siglo XX, cuyas primeras décadas, en consonancia con la expansión imperial del capitalismo industrial, experimentó una fiebre “descubridora” como no vivía el Occidente desde el siglo XVI. Este revival tuvo su cenit en la llamada “carrera polar” que electrizó al público, fogoneado por el impacto masivo que tenían los periódicos, leídos con la misma avidez con la cual hoy las personas navegan por internet y se embarcan en ese mar de mierda que son las redes sociales.
En ese escenario social y mediático, Fawcett labró su fama, más allá de sus fracasos, que no impidieron que el hombre se obstinase, una y otra vez en su “misión” reveladora: la de probar la existencia de una civilización “superior” (y bienhechora) en las profundidades ignotas de la selva amazónica. No faltaban evidencias: los tempranos y fascinantes hallazgos de Stephens en el Yucatán de los Mayas y el sincrónico “descubrimiento” de Macchu Picchu en la etapa boliviana de la vida de Fawcett, eran suficientes para alentar dosis extremas de imaginación, agregarle coraje y armar la mochila.
El justo precio a sus afanes e ilusiones fue su desaparición en la floresta más grande y desconocida del planeta, alimentando sin fisuras un nuevo mito: el suyo propio.
Tras partir con su hijo mayor y un amigo del mismo e internarse en el Matto Grosso, legar unas cartas sentenciosas y cargadas de misterio y esfumarse en la travesía en busca de Z, denominación que impuso a la supuesta ciudad perdida que estaba seguro de topar en el medio de la selva, su nombre se agigantó en los titulares y fueron muchas las nuevas expediciones que fueron en su búsqueda, todas, a su vez, extraviadas como él o fracasadas. Eso sucedió entre 1925, año de su desaparición, y la II Guerra Mundial que enterró ese romanticismo que impregnaba a las proezas viajeras.
Sin embargo, en 1953, la edición de sus memorias, a cargo de otro de sus hijos, Brian, hizo que la leyenda Fawcett sobreviva. El libro gozó de un sinnúmero de reediciones y, finalmente, vía un pastiche-remake del libro firmado por un periodista apellidado Grann, hace unos años, volvió en formato de una película donde Brad Pitt puso las rupias para su rodaje. Inicialmente, el también encarnaría el papel de Fawcett, pero, vaya a saberse porqué, finalmente eso no sucedió. Para suplantarlo, se eligió a un actor muy parecido a…Brad Pitt, no a Fawcett.
La película dura más de dos horas y a lo largo de un recorrido lineal intenta recrear la vida de Percy nadando entre dos andariveles: la tensión existencial entre el Fawcett explorador y el Fawcett esposo de Nina y padre de tres hijos y dos: el Fawcett “lascasiano” por llamarlo así, o sea, un Fawcett defensor de los indios, a tono con lo actual y políticamente correcto, a medida con la imagen y el discurso que enarbolan personajes hollywoodenses como Pitt o Di Caprio o Sigourney Weaver o Sean Pean, la “izquierda” liberal yanqui.
Por eso, por equivocar el camino, que no era ni uno ni otro, la película fracasa, el guión naufraga por inconsistente y la figura de Fawcett queda difuminada: no es convincente.
Creo que la matriz de todas esas fallas es haber querido, pretenciosamente, complejizar un personaje cuyo principal mérito había sido su persistencia, su tenacidad y su arrojo en defensa de sus convicciones y de sus sueños: nadie se lanza a lo desconocido, una y otra vez, si no tiene un buen motivo para hacerlo y Fawcett, desde ya, lo tenía. Fue una especie de Lawrence de Arabia de lo que podemos postular como un explorador químicamente puro.
Esa “misión”, el aguijón que jalaba siempre a Fawcett hacia adelante, se sintetizaba en el título de la obra, en la idea de la ciudad perdida, de la ciudad perfecta, de la Atlántida amazónica, pero la cinta, como decía, se enreda tanto en el Fawcett familiar que ese objetivo, ese propósito, queda atrapado entre sus peleas con Nina y el reclamo de los niños por sus ausencias que le baja el precio en demasía a uno de los últimos iconos que quedaban del selecto club de los exploradores.
Lo que han hecho con Fawcett es como querer hacer una película sobre el Che Guevara basada en las cartas que le fue enviando a su madre en su segundo viaje por Latinoamérica, el que termina en México a donde conoce a Fidel y que están impresas en un libro que se llama Otra vez. Léanlas y verán lo que les digo.
De hecho, en su difusión, la película pasó sin pena ni gloria y carece del toque como para convertirse en una obra de culto como otros largometrajes de selva como, que se yo, Aguirre o Fitzcarraldo de Herzog o Apocalipsis Now de Coppola.
Más allá que hay escenas de Z que abrevan –soy cauto con el término- en todas las películas anotadas –el teatro, la ópera, los toques de zampoña, el barco abandonado-, los guionistas se alejaron o minimizaron o no entendieron ni un ápice del sino “fawciano” y la fe que lo iluminaba y que hubiera permitido recrear honestamente la figura de Percival y alimentar el lado bueno de su leyenda: en los hechos, Fawcett tenía más proximidades con Kurtz o Fitzcarraldo, ficciones puras basadas en realidades detestables, (anti) héroes condenados de antemano, que al barniz progre que busca darle la película a un deshilachado Fawcett indigenista.
Siendo justos, hay que decir que, en sus memorias, basadas en sus informes a la Real (y colonialista) Sociedad Geográfica del U.K., Fawcett “denuncia” el maltrato que sufren los indígenas por parte de los empresarios caucheros de la Amazonía, pero su sintonía con un asunto tan dramático es, apenas, de oídas. Queda claro que no era su tema. Esto se agrava más aún si consideramos que esos mismos años tuvo lugar el genocidio del Putumayo –el que refleja Vargas Llosa en El sueño del celta- y que tuvo amplio eco en Londres, ya que todas las empresas de los magnates de la goma tenían su sede comercial en la capital británica y a donde cotizaban en bolsa, generando ganancias sin techo mientras los indios eran explotados a la fuerza y morían de latigazos, de sobre esfuerzo o, simplemente, de inanición.
Fawcett estaba en otra. Su tema, sus ansias, se concentraban en la búsqueda de Z, la ciudad aurea, la urbe de los inmortales, pero allí también el asunto se complicaba.
Fueron los nazis los que llevaron al paroxismo el hallazgo de supuestos y perfectos reinos o civilizaciones antiguas, justificadores de la supremacía, el racismo y la superioridad que Hitler creía anclada a lo ario, y fue así que, bajo las banderas del Tercer Reich, se hicieron cuantiosas expediciones no sólo con foco en los Himalayas, uno de los epicentros geográficos de la creencia nazi en los súper saberes secretos de los súper hombres olvidados que ellos pretendían encontrar en su deriva mística, sino a varias otras partes del orbe: la Patagonia, Etiopía, Persia, Mongolia, el Turquestán.
Fawcett se perdió antes que los nazis irrumpieran con su odio, pero sus apreciaciones en torno a los pueblos originarios no estaban lejos de las que luego impulsarían a los exploradores germanos: los actuales indígenas eran el producto “degenerado” de los sobrevivientes de un cataclismo que había devastado una civilización elevada, clarividente, omnisciente y…blanca. Sus memorias se manchan con un rosario de adjetivos descalificadores.
Algunos dirán que es signo de la época, que el victorianismo estaba vigente y saludable en pleno siglo XX, pero baste leer lo que escribía otro muy meritorio explorador amazónico de esa misma época –de hecho, se cruza con Fawcett en la zona del Guaporé/Itenez- como fue Erland Nordenskiold para entender que si había humanismo más allá de ese racismo positivista que parecía encasillarlo todo y que culminó con la demencia nazi de los campos de exterminio.
O si no alcanza con el sueco, más cerca, pensemos en nada menos que un militar (como el mismo Fawcett), en un coronel brasileño llamado Cándido Rondón, que este sí recoge la tradición de Las Casas, impulsa acciones efectivas de protección a los derechos de los indios y siembra una huella que, en los hechos, llega hasta hoy. No todos eran Roca o Sheridan, ese general norteamericano que sentenció que “el único indio bueno es el indio muerto” y así procedía el muy genocida.
La película se asfixia conceptualmente en todo lo anterior, se vuelve bodrio sin esfuerzo y soslaya lo que volvió evocadora leyenda a Fawcett que, insistimos, fueron su genuino amor por la aventura, su auténtica capacidad de endurance, de endurecerse y lanzarse a la misma. Anoten “viejos” treinta y cuarentañeros: Percy era un formidable sesentón, curtido y añejado, cuando encaró su última expedición.
Además, tallaban otros antecedentes fílmicos: sus afanes de Eldorados reciclados, Shangri-Las equinocciales y vainas, combinado con su garra y su energía, fueron suficientes para un tal Gregor Mac Gregor, cuya inspiración se volvió letra para crear un personaje icónico del cine de masas, un símbolo domesticado de la aventura: Indiana Jones, llevado a la pantalla por Spielberg.
Entre el vende humo de Stetson –en eso, fueron todos rigurosos- y el demente en proceso que encarna Kinski en Fitzcarraldo, había montones de casilleros vacíos para llenarlos con un personaje histórico de indudable poder de atracción pero que, en la cinta pagada por el bueno de Brad, derrapa de manera contundente.
Rodada en las selvas de Colombia, los mejores momentos de la película son las panorámicas de la inquietante masa verdosa, algunas escenas fluviales de expediciones en la selva y el par de veces donde recrean lluvia de flechas a cargo de verdaderos indios.
Lo demás es tedio, sopor, promesas que no se cumplen. El final “ayahuasquero” es apoteósico, digno de un fracaso redondo, completo, olvidable. William Burroughs que, al menos, si raspó la selva, la misma floresta colombiana del film, la de su mentor, el etno botánico Richard Schultes, diría que al director y a los guionistas les faltó una cosa para plasmar una buena película: sentir un par de candiruses royendo sus culos.
La voracidad del pececito, a lo mejor, los hubiera despertado y ubicado para acceder al mundo de un hombre singular al que, en vez de homenajear, en el fondo, deshonran.
La crew que trabaja en la película es impresionante por lo extensa, deben haber gastado una fuerte millonada en el intento (¿habrán dejado algo para la protección de los tres pueblos indígenas que participaron del film y se mencionan en los créditos? Ojalá que sí), una pena que el dinero de Brad se haya ido al agua.
La Amazonía, antes que desaparezca, aún se merece cine. Y Fawcett, antes que la aventura se termine de encapsular vanamente hacia otros planetas o ni siquiera eso: en la miserable pantalla de un teléfono, también.
Pablo Cingolani
Desde algún lugar, 17 de octubre de 2020
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