Vas a la montaña a fajarte, a baquetearte, a darte duro, vas a la montaña a buscar sofoco, ahogo, cansancio, temblor: es la única manera que entiendes de limpiarte, de sanar, de arrojar lejos tuyo todas las pandemias acechantes
Y vas, y mientras el sol te raja las sienes con prolijidad y entusiasmo promoviendo el ingreso sin mengua a tus neuronas de poderosos y activantes rayos ultra-cósmicos, lavadores, cicatrizantes y fértiles, promotores de múltiples sinapsis, clarificaciones y ensoñaciones
Y mientras vas mascando, mascando con lentitud y sensación de victoria, diez meses de esta necesidad de doblegar al cuerpo para que se aligere y vuelva a querer volar
Vas por ahí, vas ascendiéndote y porque la montaña está viva, viva la roca y vive la vida en estas montañas, vas y te encuentras con Francisca, 96 años -dos veces la dama nos repitió a Carolina y a mi que era casi centenaria
Y Francisca no sólo cargaba casi un siglo en su awayo y su portentosa estampa, sino que, a la vez, transmitía una energía concentrando todo ese devenir, desmintiéndolo. A veces, el tiempo no es veloz, ni se fuga: se disuelve, se agrieta, es nada.
Porque hay que andar cargando 96 años y, como si espumasen, bajarlos por el cerro, sola, con una rama de eucalipto como bastón en su mano, sola, con todo el Ande encima suyo, 96 años andándolos, yendo, viniendo, prodigándose, viviéndolos
La ayudamos a bajar al camino, desde el incierto talud que dejan las máquinas cuando los abren, y entre risas -ya que un momento Francisca resbaló y se fue de culo y, sin atenuantes, comenzó a reír con tal magnetismo que todos reímos-, sentí su fuerza al tomarla de sus brazos o agarrarla de su mano
Al final, logramos nuestro cometido y Francisca siguió su marcha, montaña abajo, no sin antes despedirnos y asegurarnos, con voz audible, enérgica, que volveríamos a vernos
Fue inevitable mirarse en el espejo que Francisca desplegó ante nuestro espíritu
96 años de vida entre las montañas, 96 años de existir agreste, hay que juntarlos, hay que amasarlos, hay que empujarlos, ¿quién era Francisca?
¿Una campesina aymara que batalló toda su existencia y que de tanto batallar, ya se está puro prodigio, dura como la piedra, eterna como los Andes?
¿Un símbolo, un arquetipo, una heroína, magia labrada y derramada a los vientos en estos tiempos de cautividad, turbulentos y tristes?
Lejos de las montañas, hay un mundo, un mundo lleno de plásticos, teléfonos y ciudades que se asfixian en su angustiante derrotero hacia una colisión inevitable y sin fasto, un mundo de necios que no saben que Francisca existe y que, si lo supieran, les importaría un carajo
Dentro de las montañas, hay muchos mundos, además del mundo de Francisca, 96 veranos a cuestas, la vida misma entre sus manos, la vida encarnada y todos los enigmas por resolver, todos los misterios incitando, todas las verdades cantando, todos los silencios abolidos, todas las virtudes sanando
Hay muchos mundos en las montañas, pero el mundo de Francisca es tan radicalmente un mundo, un mundo hecho a su imagen y semejanza, que es difícil negar su encanto, su influjo benéfico, su majestad.
Monarca sin igual -piensen en Isabel, 94 años, encapsulada en Balmoral-, Francisca es la verdadera soberana de las piedras, la reina y madre de los Andes, señora de cactus, papales y retamas, flor perenne de las quebradas, la sobreviviente, la última feliz centinela de las montañas
* * *
La Serranía de Aruntaya se estiraba hacia La Cumbre, donde la cordillera se derrama y se ensancha hacia las aguas colosales, los grandes ríos, hacia la selva, bajo un cielo tan azul y vigoroso que los ojos, agradecidos, no alcanzaban a terminar de mirarlo, de llevarlo puesto, de dejar que penetre adentro para purificar el alma
La Serranía de Aruntaya brillaba como una gema salvaje, la Pachamama latía en cada cerro que, engalanados de verdes y ocres, te concedían, de sólo sentirla, la serenidad que solo la naturaleza atesora y se brinda, generosa, simplemente si la anhelas
Tuvimos la baqueteada que peregrinamos, nos bebimos cuanta sagrada medicina de las montañas pudimos, a cada paso, algo, alguien, nos decía al oído, secreteando: camina, camina, sigue adelante, la montaña también es tuya, bienvenidos hijos queridos, caminen, caminen, volveremos a encontrarnos, volveremos a abrazarnos, viviremos siempre así, la montaña nos cuidará, nunca dejes de amarla, camina, camina, camina…
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Antes de marcharse, nos aseguró: ya volveremos a vernos. Así será. En cada piedra, te recordaremos. En cada cerro, te sentiremos. Siempre, Francisca. Siempre.
Pablo Cingolani
Laderas del Aruntaya, 22 de noviembre de 2020
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