Temes que dios se olvide de los vagabundos
Que las nobles almas de los que deambulan caigan a una sima siniestra y queden atrapadas allí, eternamente
Ves a la ciudad crecer. Es un pulpo mutante y ciego. Ves que su desmesura ya no alienta ningún sueño que no empiece y termine en una pantalla. Ves lo que no quieres ver: soledad, desamor, hastío
La desconfianza es peor que la peste. La incertidumbre arrecia, golpea a las puertas de la ciudad sin rostro, anónima, donde sólo el desarraigo florece y escampa más pesares, puras desdichas, agonías, mutilaciones, dramas
Temes que dios se olvide de los que desadaptados
Que los ausentes invitados al banquete de los pordioseros sean encerrados, heridos, maltratados
Temes que su lucidez sea acechada, su dignidad, abolida, sus manos, amputadas, su piel se lacere en angostos pasillos, oscuros pasadizos, grises escaleras que bajan, escombros, basura, orines sin cauce, neones desangrados, batallas perdidas de antemano…
Entonces, sucede que te hartas de todo aquello y recuerdas eso que latió con fuerza
Retorna a vos ese afán prodigioso, el deseo sincero, la sed infinita
El bienestar y la bondad de la sombra de un árbol
Una playa vacía, llena de ilusiones
Un río que arrastra piedras, pasiones, promesas
Una montaña que eleva tu mirada, tus emociones, tus ansias
Entonces, te vas, no miras atrás, vuelves a confiar en el fraterno, saludable y poderoso dios de los caminos, vuelves a estimar su amparo, vuelves a sentir sus dedos, su guía, su luz, su huella, su canto
Te dices para adentro: no seas necio, ¡dios nunca olvida a los vagabundos! ¡dios siempre los cuida y los celebra, los conduce, los provee! Su hijo desgarrado, el más amado, era uno de ellos.
Pablo Cingolani
Laderas del Aruntaya, 13 de diciembre de 2020
Imagen: pikist,com
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