Milagros cotidianos


“(…) Una ciudad sin cerros no valdría la pena de vivir en ella”.

Jaime Sáenz: Imágenes paceñas

  

Antes de dormir, cada noche, veo, a lo lejos, las urbanas luces de La Paz. Aquí si se cumple la profecía poundiana del descenso de las estrellas. El poeta de Provincia Deserta -uno de los más bellos poemas que leí en mi vida- se refería a las ventanas iluminadas de los primeros rascacielos de Nueva York. Lo anotó en Patria mía, un ensayo feroz sobre la deshumanización de los Estados Unidos. El libro lo extravié por ahí, pero hay cosas que no se olvidan y decía algo así: que esas luces eran la única poesía que le quedaba a una urbe frenética, dominada por la velocidad, el dinero y la técnica. Si el viejo Ezra se hubiera dejado caer por la hoyada, se hubiera, verdaderamente, deslumbrado. Aquí, en medio de las montañas, no sólo hay estrellas, es toda una galaxia la que se enciende y derrama cada noche.

 

Años, décadas atrás, vivíamos en el último piso del edificio Santa Teresa. Con buen criterio, el departamento estaba diseñado como un pequeño loft, sin puertas, sin ventanas: era un mirador inigualable. Su ubicación permitía una vista panorámica de más de 180 grados, desde Llojeta a La Cumbre y más también.

Eran años bohemios. Una noche, tras habernos inoculado todo el jazz, el blues y el whisky que pudimos en el bar Matheus, subimos a la casa con un equipo de televisión extranjero. Trabajé con ellos como su productor de campo, gracias a mi amigo “Roby” Suarez Levy, que me los presentó. Los tipos laboraban para la ZDF, en ese entonces el canal estatal de la Alemania Occidental, nadie sospechaba que ese mismo año se caería el muro, las ilusiones seguían intactas.

El team era multinacional: el jefe era un brasileño, el presentador, suizo, el camarógrafo era polaco, el único germano era el sonidista. El brasileño y el helvético hablaban hasta por los codos. El sonidista era muy chango y andaba en la suya. El polaco era un hombrón, un tipo macizo, un roble de Cracovia. Tenía un pequeño problema de comunicación: sólo hablaba polaco y alemán, pero se notaba su entusiasmo a medida que el ambarino fluía y la guitarra del Ernesto Loyola calentaban las almas.

Protegidos con dos botellas del viejo y fiel Old Parr, salimos del boliche, cruzamos alborozados la desangelada avenida 6 de agosto y bajamos a los tumbos las escaleras hasta la Arce. Los tipos eran un equipo de elite televisiva. Aterrizaron en Bolivia desde Pekín a donde cubrieron los históricos sucesos de la plaza de Tiananmén. A la capital chinesa, habían volado desde Bangkok, ya que estaban grabando un documental en el famoso Triángulo Dorado. O sea, eran heavy metal los muchachos. No importaba: mientras libábamos, escuchábamos música y reíamos celebrando la vida, yo les había prometido un espectáculo inigualable, único en el mundo, algo que a pesar de su trajinar constante por el orbe, ellos nunca habían visto. Todos encimados, todos alegres, apretamos el botón del ascensor y subimos.

Y sucedió el milagro: eran de verse las infinitas luces de la ciudad. Eran miles, una constelación, suspendidas entre el vacío cósmico, lleno, a su vez, de las estrellas del cielo nocturno y la mirada sorprendida de quien las contempla, en ese espejo colosal, por primera vez. Todos empezaron a lanzar vivas y a elogiar la vista y a decir que sí, que efectivamente, eso que veían era incomparable y que valía la pena ser visto y que era verdad: no lo habían visto nunca en ninguna otra ciudad all around the world.

Lo más increíble de esa velada inolvidable fue que, producto de las emociones mezcladas que procuraban la poesía de la ciudad junto con el fluyente alcohol, ¡nos pusimos a conversar en lenguas y gestos con el polaco como amigos de toda la vida!

Horas después de esa impactante dosis de fascinación paceña, sin dormir, partimos rumbo al Beni, a Santa Ana del Yacuma, donde días atrás la DEA había masacrado a pobladores civiles -incluyendo un chico que pasaba por ahí en bicicleta-, y el pueblo se había alzado contra el vil atropello y echado a patadas a la policía, convirtiendo al lugar en una verdadera provincia desierta. Cuando llegamos a la capital movima, por seguridad, metí a los tipos en un alojamiento a una cuadra de la plaza y mientras el brasileño trataba de mantener la calma y al suizo se le notaba el cagazo que lo embargaba viendo la inquietante soledad de las calles vacías, mi amigo el polaco, con nuestro particular lenguaje de señas que habíamos adquirido por la noche, me insistía desde su imponente humanidad maltrecha que le consiguiera una cerveza para curar la resaca.

 

* * *

 

Jesús era el Señor de los Milagros. Lo interesante de la historia bíblica es que donde más milagros hizo Jesús fue en las ciudades palestinas: era allí donde más se necesitaban, donde más se requerían las pruebas de la existencia de un Creador, un Forjador, un Hacedor, un Dios.

En la cosmovisión de las culturas ancestrales de los Andes, las montañas estaban vivas, eran dioses vivientes, que no sólo guiaban y amparaban a los humanos, sino que también dialogaban y convivían con ellos.

José María Arguedas cuenta en Los ríos profundos que el nevado K'arwarasu era el Apu, el “Dios regional de mi aldea nativa”. El novelista peruano le agrega mística y belleza a la fe popular. Anota: “Los indios invocan al K'arwarasu únicamente en los grandes peligros. Apenas pronuncian su nombre el temor a la muerte desaparece”.

La Paz es heredera de esos vínculos que enlazaban lo divino con lo humano a través de la presencia vitalista, sanadora y salvadora de los cerros. Aquí el milagro de la fuerza reveladora, la existencia de una potencia creadora y liberadora, está siempre presente: son las montañas.

Aunque no lo sepamos ni lo sintamos vivimos dentro de una geografía sagrada, mejor de una orografía sagrada. Cada montaña es Apu y es Waka, es santuario. De ahí que ultrajarlas y profanarlas, es un crimen contra la naturaleza, contra la divinidad, contra el destino. Vivir entre montañas debería ser considerado no sólo un privilegio sino una bendición. Aquí los dioses conviven con nosotros y nos hablan desde las cimas, desde las piedras, desde la vastedad cósmica del paisaje. De ahí que los milagros, sean recurrentes, sean insistentes, sean cotidianos.

 

Este dato no es menor, más bien cobra brillo y relevancia, sobre todo ahora, en esta época deslavada de redes y pandemia, de virus mentales y bótox expresivo, donde la mayoría está buscando, con avidez colágena y ceguera plástica, algún milagro inesperado -como en la película esa del condenado a muerte-, algún milagro instantáneo, soluble o en sobres, que nos saque del pozo de mierda donde nos han metido.

El “milagro de la vacuna”, el “milagro de la reactivación económica”, el “milagro de la vuelta a clases escolares”, el “milagro del cambio de la matriz energética”, el “milagro Biden-Kamala” y así sucesivamente: “milagros” al uso del consumismo esquizofrénico y la histeria neoliberaloide: todo ese mundo anélido, gelatinoso, indeterminado, gris, roto, gastado, que no está en ninguna parte porque está en todos lados.

 

De ahí la necesidad humana de milagros más próximos, más íntimos y esenciales. De ahí, la singularidad de La Paz. De ahí, sus milagros cotidianos. Aquí, la emoción estética se desborda, se despliega, se prodiga a cada paso, cada vez que abres los ojos, cuando adviertes que lo importante es eso: abrirlos, alzar la mirada, agasajar a los ojos, ofrendarlos a lo que miras, agradecer porque puedes colmarlos de maravillas geológicas, milagros que los dioses han labrado para que nunca jamás sientas que estás solo porque ellos no sólo prueban Su existencia, sino también la tuya.

 

Alertaba Jaime Sáenz en un texto indomable que tituló En el cerro de Laikakota: “El cerro de Laikakota representa por sí mismo, en la conformación y en la propia naturaleza del paisaje de la ciudad de La Paz, algo demasiado importante y que resulta asimismo por demás evidente como para tener que abundar en ello. Baste decir que, en ausencia de tan estupendo cerro -y valga por esta vez el supuesto puramente hipotético- , el prodigioso encanto que nos ofrece la contemplación de la ciudad, con la hermosura de sus primeros planos en Llojeta, en el Calvario, en El Alto y otros puntos, y con la imponente majestad de las montañas en los planos de fondo, presididos por el Illimani, desaparecería de hecho y quedaría reducido a la nada, con lo que La Paz se vería convertida en una ciudad como cualquier otra, una vez desposeída del inconfundible sello por el que precisamente -desde el punto de vista topográfico- es y será lo que siempre ha sido”.

 

Este alegato clamoroso se publicó en el ya lejano 1979 y si el poeta viera hoy como su “estupendo” cerro ha sido domesticado, desmagnetizado, abolidas su magia y su misterio, vaya a saberse cómo reaccionaría ante tanta muestra de desprecio y de desapego por lo mejor que atesoramos.[1]

 

* * *

 

Cuando estuve lejos de manera forzada, lo que más extrañaba eran las montañas. Lo que no desgarra, degrada. La belleza será apasionada, o no será.

Antes de dormir, cada noche, veo, a lo lejos, las urbanas luces de La Paz. Están suspendidas en el vacío, entre la áspera negrura de la serranía y la negrura infinita del universo. Uno se regocija pensando que hay niños durmiendo en camas abrigadas entre esos miles de puntos de luz eléctrica. Y que un poeta, borracho, en un cuarto que mira al sudeste, ensaya loas a la nieve o a las grietas o a la cultura tiwanakota.

Así, feliz, me meto entre las sábanas. No suelo recordar mis sueños, así que no sé por dónde vagaré cuando lo hago. Lo que sí sé es que cada mañana, me despierto anheloso para que el más pequeño, pero más reconfortante de mis milagros cotidianos se suceda: correr la cortina de la ventana y volver a contemplarlas con toda su fuerza y su imponencia y sentir en el fondo de mi corazón que ellas, las montañas, se están un día más ahí, siguen allí para mí.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 2 de febrero de 2021



[1] Un tema aparte que merece condena por lo aberrante, agresivo y obsceno es la publicidad en vía pública, especialmente la que exhibe, sin ningún pudor, lo que se conoce como gigantografías, cartelones inmensos donde se muestran indistintamente marcas de mayonesa o de políticos. Hay una competencia demencial por, cada vez, hacerlos más grandes y más ofensivos contra el paisaje.  Un día esos artefactos de ese engendro llamado publicidad aparecieron en el aeropuerto de El Alto. Esta terminal aérea tiene el privilegio de gozar de una vista espléndida. Cuando uno desembarca y sale al exterior, lo primero que ve delante es a la portentosa Cordillera Real, es a uno de sus nevados más bellos y emblemáticos: el Huayna Potosí. Resulta que cuando esos teléfonos dizque inteligentes empezaron a competir entre ellos a ver quién cargaba la mejor cámara fotográfica, a una de las empresas del rubro no se le ocurrió mejor idea que cubrir la vista del Huayna Potosí real con una foto enorme del Huayna Potosí tomado por la lente de su telefonito. Si quieren un mundo mejor -todos dicen que quieren un mundo mejor- anoten: hay que enterrar en el cajón de los recuerdos humanos a la publicidad, a las gigantografías, y, obviamente, a los teléfonos inteligentes y sus moluscas terminales sociales.


Publicar un comentario

0 Comentarios