Roberto Burgos Cantor
La sensación desolada me trajo a ese recodo personal en que los recuerdos vuelven: Aquellos domingos de la adolescencia. Viajábamos por el camino pedregoso que unía a Turbana y Turbaco. Altos y hondonadas. Cañas y hojas olorosas de tabaco puestas a secar. Canteras y mangos. A veces un vecino que invitaba a un café colado. Y mientras el cielo disolvía los restos de la luz y el rosa de las nubes se perdía en la tarde de suave agonía, aparecía a lo lejos el brillo de las chimeneas de Mamonal y la piel rugosa del mar gris, verde-Joyce que lamía el mundo.
Todos volvíamos al silencio. Nos envolvía la atmósfera de algo sin término que acaba.
Así hasta llegar a la ciudad vieja donde las campanas de la última misa habían callado y en los balcones y los parques y las playas solitarias, la misma sensación. Un murciélago. Un pájaro de mar perdido. Lo improbable del porvenir. Su repetición implacable.
En la literatura predominan los paseos solitarios. Stendhal y Roma. Ernesto Volkening y Amberes. Thomas Benhard en la bicicleta por senderos de Austria.
Walser camina, se inmiscuye en los bosques, se hunde en la nieve, se deja empapar de las lluvias de la primavera, y su acompañante lo escucha, lo incita a hablar y en calidad de cómplice y testigo lleva su libreta y anota.
En la navidad de 1952 en Herisau, Walser, a propósito de unos castillos restaurados dice: Es un testimonio de la pobreza de nuestra generación. ¿Por qué no dejar que lo pasado se hunda y se pudra? ¿No son las ruinas más bellas que los remiendos?
Se piensa: castillos sin señores, sótanos sin Drácula, casonas sin prosperidad, fortificaciones sin guardia. Tal vez los templos antiguos, guaridas de un Dios que no envejece, cuiden sus vigas. Aunque el Señor de los cristianos conoció en la choza de Belén la belleza del cielo con estrellas errantes, el calor de la humildad.
Es un misterio establecer qué logra el ser humano en esta oposición al paso inexorable del tiempo. ¿Por qué no contentarse con el fragmento que a cada quien toca? Lo principal siempre se esfuma. Los sigilosos aconteceres en las casas, conventos y hospitales a los cuales se amarraron vidas intensas y hoy, apenas un cascarón para foráneos de paso.
Ocurre con los actos de la vida individual o los desastres de la colectiva. Lista de los suicidas en un hotel del salto del Tequendama. El ahorcado de la bonga en el camino de La Popa. Los museos de cera. Las desgracias de las bombas y tantos muertos.
Quién sabe si una vanidad incurable nos lleva a inventar pretextos para mostrar, más allá de los días que nos fueron concedidos, que aquí estuve, aquí pasé. Restos que no caben en la tumba.
__
Publicado originalmente en Sugiero Leer y en El Universal
De BAÚL DE MAGO, columna del autor, 02/2017
Imagen: Erika Giovanna Klien, ca. 1922-23
0 Comentarios