Esta pesadilla: la historia (3)

Roberto Burgos Cantor

El molino del tiempo, indetenible, tritura los días. El archivo de la memoria acumula sin clasificar el bagazo, el desperdicio de los actos, y las vivencias, las incertidumbres diluidas y las esperas vacías.
El aullido del mar, los encantamientos de la dulzaina del viento, se escapaban de los sueños. Los adioses de los buques y un fragor de trompo y remolino arrojaban el deshilachado rumor de un funeral inconcluso.
Esa sombra que precedía la ruta hacía la juventud, revuelto de esperanza, adiós a los padres, enigmas del destino, pareció abrirse a un mundo vasto donde surgían posibles renovaciones, estremecimientos del futuro sacudiendo el presente de imposibilidades.
Después la pragmática de la dominación apretó sus tenazas. El gesto denominado romántico, atolondrado, se ahogó. Asfixia total con bonzos en las calles de Praga, en las murallas de Cartagena de Indias. Cruel desmonte del porvenir posible. Muertes, cárcel. Fracturas entre los compañeros y camaradas. El rostro de duras arrugas de la intolerante autoridad contagiaba todo.
Un saldo de desdichado fracaso impregnó a mi generación, cuando no un cinismo impenetrable. Caminos cerrados devolvieron a algunos a la exploración interior. El ámbito abandonado por el volcamiento sin condiciones al otro, a esa cifra de lo colectivo.
Duelos íntimos apretaban los sentimientos. Jaime Arenas muerto a tiros. Y lo peor: la imposición de los tiros como una razón explicita, inapelable, que nunca explica su acto, que desprecia. Amarrada la palabra, apenas con la libertad condicional de repetir las letanías de su catecismo elemental, fue sustituida por el fragor de los rifles. A Jesús Antonio Bejarano De Avila, inolvidable Chucho, lo mataron en la universidad donde dictaba sus clases.
Por estos tiempos nublados, intelectuales independientes iniciaron un esfuerzo teórico cuyo balance está por hacerse. No sólo en Colombia. Pero, se ahondaba un abismo sin puentes entre quienes ejercían el imperio de los fusiles y los estudiosos que se acercaban a lo sinuoso y complejo de una sociedad inconclusa y deforme. Razonable o no, los que hicieron sus trincheras en el monte consideraron más fácil y eficiente hacer la guerra que plantear un proyecto educativo para ese sufrido, desarticulado, y en parte corrompida aglomeración que llaman pueblo. A lo mejor agotado el sueño la imaginación se pudre.
Al lado de los análisis rigurosos, unas aventuras artísticas riesgosas empujaban entre la búsqueda de la modernidad y el desentrañamiento de una realidad tan enmascarada.
Exilios y desencantos, alegrías repentinas, sobreaguaban a la época.
Y un día aciago, noviembre de cenizas, otra tragedia: en la Plaza de los poderes, la Iglesia, el Ejecutivo, la Autoridad municipal, el Congreso, el Palacio de Justicia, un repentino campo de batalla. ¿Qué ocurría?

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