A Peter Maldonado Bakovic
Limón es un tremendo gato de 7 kilos cuya madre es mi hija Juliana. Es imponente el bicho. De la línea gatuna de los sabana -cuyo origen fue la mezcla del gato propiamente dicho con el cerval, un felino africano-, conserva el aire salvaje en sus conductas y su estampa. Un amable endemoniado. Un loco. Un cabrón.
Sucede que por esos azares de living la vida loca de Juliana, el gato de cinco meses, tras nacer en La Plata -la antigua ciudad Eva Perón-, Argentina, vino a vivir con nosotros, Carolina y quien suscribe, en La Paz. Limón convivio algunas semanas con nuestro gato, Valentín, un apacible y certero cazador, nacido en El Alto y criado entre la aspereza de las montañas de Río Abajo, conviviendo con su alter ego, la perra Dana.
Por más azares del destino, cuando nos mudamos a esta cabecera de valle donde ahora vivimos, los amados Dana y Valentín, tal vez por el cambio de clima y esas vainas, radicalizaron sus dolores y tumores y tuvimos que despedirnos de ellos. En medio de esas tristezas, había llegado Limón. Y, de repente, era el único morador cuadrúpedo de nuestros dominios, es decir, de los suyos.
Sucede, sucedió es mejor decir que en Bolivia el 20 de octubre del año 2019 hubo elecciones presidenciales y, a partir de la noche, comenzó una película retro, vintage, extraña para el siglo XXI donde vivimos: metidos en una especie de máquina del tiempo colectiva, volvimos a la aciaga década de los 70s del siglo pasado y todo, todo, olía a sangre, a muerte, a tragedia.
Porque yo la olía -porque conocía eso, conocía el terrorismo de estado, conocía el dolor de las víctimas, conocía de desenlaces atroces y fatales- es que, por seguridad, le insistí a Carolina que se fuera, que viajara a la Argentina, nuestro país natal. Y eso pasó, en una fecha que ya quedó marcada para la historia: el 10 de noviembre a las 2 de la madrugada, en una de las puertas de acceso al aeropuerto de El Alto, nos besamos, prometiéndonos volver a encontrarnos lo más pronto posible, dadas las circunstancias desoladoras que se vivían. El aeropuerto estaba lleno de gente: no sé porqué recordé Saigón el 75.
Fue entonces que nos quedamos solos. El gato y yo. Limón y yo. Vino el vacío de poder, vino una noche desgraciada y desgarradora. Vino después la fantochada circense de la asunción del gobierno de facto, una señora rubia teñida -pensé en Isabel, la “niña rubia” como la llamó Fogwill- al lado de un gordo -The fat man from La Paz, do you remember?- alzando y pringando una Biblia mastodóntica: imágenes distópicas, anticipatorias de la pandemia que luego se instalaría en el mundo entero. Luego, acá nomás, en Sacaba o en Senkata, la vuelta perversa al ritual macabro de las masacres. La muerte, dueña del Ande, la muerte, devastando ilusiones, la muerte de la mano de la señora rubia y el gordo, the fat man, que cambió la Biblia por la metralla, por los ataúdes, por el llanto de los sobrevivientes.
Dado este cuadro atroz, donde la vida no valía nada, toda mi energía la concentré en proteger al gato, a Limón. Todos los días iba a buscar carne para darle de comer. El país se había paralizado y no había la proteína. Cada día, salía de la casa, en esos afanes. Caminaba y caminaba por la realidad secuestrada, la realidad irreal que experimentamos, la realidad retro de volver a los 70s como decía, buscando alimento para el gato. Me autoimpuse esa misión: dar la vida por el gato. Si la mía estaba, de momento, en suspensión, entre paréntesis, abismada, lo que quedaba de ella, la empeñaría en la de él, la del gato, Limón. Fue mi cable a tierra. Mi salvación. Mi dicha en medio de tanta hostilidad, tanto ultraje, tanto drama.
* * *
Carolina volvió el mismo día: Fue un viernes, 27 de diciembre de 2019, cuando empecé a padecer el escarnio, la denuncia sin fundamentos, la venganza. También conocía de eso y no me inquieté: los que sí se exaltaron, y en grado sumo, fueron los amigos. Los amigos: la última instancia. La apelación final. Decía Jim Morrison: prefiero a mis amigos a una familia gigante. Se organizó el amparo, incluyendo una visita a la embajada y al consulado de mi país en La Paz donde el clamor era unívoco -recuerdo a la consulesa, rosarina y “canaya”, y, más allá de su adscripción política, una buena persona, que me agarró del hombro en el pasillo de entrada del consulado, y casi llorando, me dijo: andate, Pablo, andate cuanto antes, aquí no hay garantías.
Me fui. Me exilié -recordaba ese libro sacudidor que firmaron juntos Juan Gelman, el poeta montonero, y Osvaldo Bayer, el historiador y personaje anarquista, cerrando grietas y sintetizando “gorilismos” vacuos- sentado en un banco de la calle peatonal de La Quiaca, el 6 de enero de 2020, mi primer día completo de un oxímoron: la del argentino exiliado en la Argentina, figura que hizo carcajear a Rodolfo Yanzón, mi amigo desde la secundaria y Sui Generis y la montaña y uno de los más destacados abogados de derechos humanos del país de San Marín, Perón y el Diego, defensor de Gorriarán Merlo -el ejecutor de Somoza-, de los compañeros chilenos del FPMR, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y querellante de la llamada “mega causa” de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, el emblemático “campo de concentración” de los nazis argentinos y por donde, secuestrados, cautivos y luego mataron a más de 5000 militantes, entre ellos, la emblemática Gaby, Norma Arrostito, y que dio aliento a la novela Una misma noche del malogrado Leopoldo Brizuela.
* * *
Ese mismo día, ese día de Reyes del 2020, la llamé a la Carolina, en medio de una resaca esclarecedora. Mi amor de 35 años compartidos, la Carolina, me sorprendió al teléfono:
-Pablo, tus amigos me dicen que me tengo que ir, que no estoy segura aquí, que el miércoles (era lunes) va a pasar algo feo, que no saben que es pero que me vaya ya…
Se me curó la resaca, de golpe. Según yo, Carolina debía quedarse, debía ejercer soberanía en nuestra casa, es decir, desde el ámbito donde todos los años que fueron pasando debíamos seguir ejerciendo ese amor desenfrenado por la libertad, esa definición de Simón Bolívar sobre Bolivia, que hicimos propia. Bolivia es eso, desde su cuna heroica. Bolivia según Bolívar: este mandato no nos devolvía, ingratamente, a los 70s de la Doctrina de la Seguridad Nacional y que el fat man y la rubia tarada como diría Luca, estaban reciclando, nos amparaba en la saga colosal de la liberación continental. Aunque nada es para siempre tampoco nada es porque sí: debía defender ese último lazo que me ligaba con mi patria elegida, con la Bolivia del amor sin mesura por lo más preciado, pero, a la vez, debía defenderla a ella, a la Carolina, ella no podía pagar mis culpas. Le dije a la Caro:
-Y bueno, si es así, venite….
La Caro, porque es la Caro, y porque la vida es un espejo como decía el señor Gandhi, me dijo, clara y firme como ella es:
-Me voy, pero me voy con el gato…
Do it Again: la vida por el gato. El gato en el centro emotivo de todas las contradicciones políticas, sociales y económicas. El gato como símbolo de la última instancia, lo que no se negocia, los valores, los principios, los compañeros muertos, volver a los 70s por el lado más épico, el más ético, ergo: el más estético.
-Bueno, Caro, hace los trámites para que pueda salir el gato y venite…
Efectivamente, el miércoles, ese miércoles, el 8 de enero de 2020, pasó algo, el rumor era cierto, otro montaje deplorable del gobierno de facto, del gordo ensuciando la Biblia, del fat man, tuvo lugar: antes de subir al avión con destino a Buenos Aires, detienen a una XX, mujer con, dicen, 100 mil verdes en sus manos cuyo destino eran las manos de Evo. Dicen de la mujer que era funcionaria de PDVSA, la empresa estatal de petróleos de Venezuela. La estupidez anti comunista en modo siglo XXI: el castro chavismo, el nuevo engendro contra insurgente que se inventaron los halcones del pentágono y que repiten a coro los Uribe, los Duque, los Baily, los Varguitas, los Sánchez Berzain, los gordos y las rubias de ese espurio gobierno de facto boliviano, todes esos agentes y/o funcionales de la CIA, la basura, la lacra, los cipayos. Esos que Bolívar, si viviera, fusilaría sin asco.
* * *
Sucedió que el sábado 11 de enero de 2020, Limón regresó a la Argentina con la Carolina. Todos babeando por el gato. Fueron, para nosotros, 296 días de exilio, de un puto y regresivo exilio en medio del siglo XXI. Volvimos juntos, la Caro y yo, el 26 de octubre, una semana después de las nuevas elecciones en Bolivia y donde el mismo partido que había sido desalojado del gobierno casi un año antes, volvía al mismo gobierno con una mayoría absoluta y una avalancha de votos: ¿quién entiende tanta confusión popular/ideológica/vivencial?
De mi parte, como vengo contando, la entendí como un revival setentoso en medio de la lógica un hombre/un voto que nos domina. Por eso, cuando la victoria de Luis Arce el 18 de octubre de 2020, le dije a Carolina: volvamos. Y volvimos. El avión estaba atestado de personas que hicieron la misma ecuación: la coyuntura había cambiado. Como decía El Diego: que la chupen. El gato se quedó en Argentina.
Juliana, boliviana de cuna y de convicción -no es suficiente nacer para ser patriota, hay que asumir la defensa de la tierra de uno, cualquiera sea la manera, para serlo y nuestra hija Juliana es una patriota boliviana-, terminó de resolver sus cuestiones en la patria argentina de sus padres -donde vivió diez años solita, con el secreto afán de que, tal vez, se “argentinizara”, cosa que no sucedió, ella es NyC en Bolivia- y se volvió. Y se volvió con el gato. Se volvió con Limón.
Juliana volvió a su patria el 22 de abril de este año II de la pandemia. Desde ese día, Limón, mi compañero de los días de la incertidumbre, de la no-respuesta orgánica, del aguante existencial, de la resistencia mística, volvió a la casa. Como debe ser en estos tiempos cínicos y confusos, el volvió para ser el rey, el Rey Limón: el que te cuida, el que te cura, el chaman de la tribu.
Queremos tanto a Glenda y a los animales de compañía porque nos hemos deshumanizado, porque el sistema, porque su cumbre, el neoliberalismo, nos ha descuajado, nos ha desarraigado hasta el límite de lo tolerable -la pandemia es un límite- y yo escribo sobre el amor que le tengo al gato y su acompañamiento vital en todos esos días tristes cuando, en realidad, yo quisiera también escribir sobre el ardor de la entrega, el compromiso, el coraje de mis compañeros de la orga que lo dieron todo, con las armas en la mano, por una patria justa, libre y soberana donde también los gatitos serían felices, porque como escribió el guerrillero boliviano Néstor Paz de lo que se trataba la revolución era, simple y decididamente, de construir “espacios amables”.
Está escrito en su diario de campaña, letra a letra, ese mismo diario que rescató un tal Julio Cortázar y que los sandinistas de Solentiname tradujeron al inglés. Era el mismo mensaje de un tal Jesús, dos mil años después, retumbando desde algún lugar de la selva.
He ahí la fórmula, la clave, la cifra de la rebeldía y la zafra del horizonte.
He ahí donde yo lo vuelvo a ver a Limón y escribo toda esta chorreada de palabras que no buscan sólo un final: siempre buscan al destino, que no es lo mismo, pero es igual.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 12 de mayo de 2021
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