Un canto straniero, el sueño consciente de la poesía


Maurizio Bagatin


“Cosí

forse anche ai morti é tolto ogni riposo

nelle zolle: una forza indi li tragge

spietata piú del vivere, ed attorno,

larve rimorse dai ricordi umani,

li volge fino a queste spiagge, fiati

senza materia o voce

traditi dalla tenebra; ed i mozzi

loro voli ci sfiorano pur ora

da noi divisi appena en el crivello

del mare si sommergono…”

Eugenio Montale, I Morti, da Ossi di seppia

La poesía, sostuvo Paul Valéry, es como una receta y el ejecutor de la receta es el cocinero, él tiene un rol esencial; el lector ofrece siempre, con el movimiento de los labios o el cantar, con una danza o con el silencio, la memoria y el olvido, aquella misteriosa soldadura de fuerzas que se entrelazan y repelen entre sí, y que encuentran cada vez un punto de fusión. Ahí llega la poesía a ser una percepción del mundo, con diferentes caminos y varios atajos, con muchas acciones y ninguna obligación, sin más cavilación que la contemplación.

La poesía es aquel sueño consciente que libera el cuerpo y la mente.

Las palabras solo tienen sentido en su uso. Separarlas de la realidad objetiva a la que se refieren significa malinterpretar su función, olvidando que el lenguaje es ante todo un intercambio. Es el fundamento de todo acto literario, el diálogo.

En su inmensa simplicidad, para no preocuparse por ser simple poesía, dijo Seamus Heaney, está el don de la poesía de Santos Domínguez Ramos. En su antología poética Un canto straniero, cada palabra parece nacer de la maravilla de los fenómenos, de las cosas y de los seres vivos que a la tierra pertenecen, de todas las maravillas del mundo. En sus movimientos y en sus pausas, en los espacios y en los tiempos que acompañan y corroen nuestras efímeras e imperfectas presencias. De ahí nace la voluntad de una lectura acompañada, que teja con el andar del tiempo y del espacio una posible telaraña dialógica. Ese es otro de los dones de la poesía de Santos Domínguez Ramos, que aborda el encuentro crepuscular del sueño con la conciencia, el lugar de todos los lugares, el momento de todos los momentos.

Una poesía que propone en su intemporalidad una posible eternidad, vaciada de toda memoria por los dioses, adonde tiempo y espacio sueltan el peso de su presencia, de sus imperceptibles imágenes.

En sus versos la memoria invoca la necesidad de la palabra, pero también la fuerza del silencio, para resaltar, el poder de la palabra en esta presencia-ausencia, con una música que desvela esta profunda división entre el poeta y el mundo, la palabra y el silencio.

Poesía que evoca el Mito entre la tierra y el cielo, el misterio del tiempo, mito de todos los mitos, o que hace que al mirar el imperceptible aleteo de un pájaro broten todas las riquezas de las pequeñas emociones: la belleza del vuelo, de la invisible estela, del silencio del día que muere.

Y si en Mina de sombra excavando en lo más esencial, el espacio, emerge la sal de la tierra, su jugo primordial, en Piedra de sangre la poesía cumple por el poder de decir, de dejar que los elementos se muevan, fluyan, generen, vivan…

En el misterio de la noche, la nitidez de la memoria o el azar del recuerdo en la borrosa imagen del tiempo pasado, la luz que difunde el núcleo de las cosas, el contorno de nuestras huellas resiste el poeta, sobre ruinas y escombros, sobre la Historia, sobre este irrazonable mundo, y sobre la acción de lo humano.

Y traza el camino futuro, lleno de semillas fértiles y de humus para frutos nutritivos, la vida que no cesa, la voluntad de renacer y resurgir en una poesía que libera toda su potencia de vida; genealogía del fuego y semilla que en su explosión fecunda la tierra.

Poesía que es memoria y fulgor para el encuentro de la palabra con la imagen, para que la pureza de la música se haga poesía, palabras para cruzar lo invaluable y llegar a lo ignoto o a la imprevista irrupción de vida en luces tenues, en memorias donde el recuerdo se encuentra con el preciso instante de su creación.

Porque en los poemas de Santos Domínguez la emoción surge de una observación y la mirada convoca la voz de las cosas que surgen y se van en un vuelo dejando el espectáculo misterioso de su profunda e inquietante belleza.

Caleidoscopio y sueño, pesadilla o éxtasis, imposible delirio para moldear lo que existe, para darle formas a una posible existencia con la fuerza de la palabra, de su infinito explorar sin explotar, descubrir sin gastar, consumir dejando semillas para el futuro.

Porque en estos versos no hay certezas, sino solo preguntas; no hay alivios, hay sinuosos caminos, raíces de las formas que son eternas. Y en su frágil unicidad la vida, entre residuos y memorias, recuerda la necesidad de una luz, de un indicio, de una posible trama entre la vida y la muerte con el misterio de la perfección y una meditación en apogeo.

Conviven en estos poemas los espacios y la nada, el vacío y las inmensidades, la noche perseguida por el día, la luz y la oscuridad, el lirio y el pájaro, libres, en la voz y en el silencio, en el sueño del sueño. Una reflexión frente al orden y el caos, nuestra constante condición, para que la palabra encuentre la luz, porque -como escribió Seamus Heaney- The end of art is peace.

En un gotear lento, palabra tras palabra, el poeta teje un diálogo con sus semejantes, con aquellos que, perseverantes, recorren la inalcanzable liebre, el cantar de un pájaro, la efímera nieve, y se asombran de la escultura y del mármol que la detenía, de lo estupefaciente que es la vida.

Todo esto y mucho más lo captura la voz de la palabra, en el sueño consciente de la poesía de Santos Domínguez Ramos.

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Publicado originalmente en revista Inmediaciones, 24/5/2020

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