Luis Alfaro Vega
I DANZA CÓSMICA
para Alicia
Alonso
Frente
a la astral expectación del silencioso auditorio, la bailarina revalida que el
oficio esencial de su ser es el suave giro de su cuerpo en danza continua,
deslizarse irremisiblemente delante de sí misma en gozo perenne, aleteando
grácil la arremetida contra los claroscuros del angosto escenario, absorber el
melodioso acontecer de la música en un baile que narre la historia de la
sensibilidad humana. Luego, cuando la luminosidad del paraninfo se desvanezca,
callar dentro de su organismo el arrobo de un éxtasis que la trasciende, al
tiempo que continuar escuchando la atronadora cascada de aplausos de un
frenético público que se ha puesto de pie en regocijo incontenible.
Temperamentos sanguíneos complacidos en un vértigo artístico desbocado. El
instante es pleno, en su menudo cuerpo recibe la influencia de todos sus
pensamientos, sentimientos y actos de una vida de musa de la danza. Sus células
vibran en actividad de cósmico equilibrio. Es tiempo de certezas, la dicha
aparece como una probabilidad palpable, el bullicioso júbilo del entorno deviene
en palmaria, robustecida ovación de mérito. Una vez más, la trama de su baile
no tiene límites en la acción que arrastra voluntades en torbellino, la
equilibrada vibración del universo está con ella, dentro de ella, pulsando
excelsitud. Al compás de sus pausas histriónicas, en exaltación de su tierno
dejo de sonrisa infantil, cierran los dorados telones del teatro que aún trepida
frenético. La magnánima artista, que suda en todo su cuerpo una expresión
espiritual, desliza su agraciada sombra para asomarse un instante al auditorio,
que, como ella, ¡permanece gozoso y categórico!
II
LA PALABRA REDIME
para
Juan Rulfo
El
árido escenario y los lentos minutos de los personajes muestran el fondo de las
ancestrales ansias y rigurosos temores de la ortodoxia humana. Palabras que asisten
vivas hacia las horas de lectura contemporánea. Mirada en preeminencia de los
que miden la vida a ras de suelo, y la imaginan y edifican con el escaso
breviario material que deja la exclusión. Juan Rulfo es una veta en yacimiento
múltiple, ecuménico hacedor que palpa las fibras que nos dan sentido ontológico.
Su palabra inaugural expuso, en un tiempo y en un espacio de polvosos
desequilibrios, el tránsito de experiencias que se cuecen en el quehacer
cotidiano de la colmena humana. Su prosa camina desde el origen, arrastra los
caites sobre los que sonríe el desplazado. Refiriendo la particularidad del
pueblo mexicano, hurgó en el paisaje objetivo-subjetivo del homo sapiens
universal. Los callados gritos de sus personajes dejan zozobra y esperanza en
confluencia, aliento de aire tibio en esparcida ceniza, ocultas voces chillando
cánticos desde una garganta dolorida, espera rehabilitación. El ojo del lector
se agranda frente a la explosión de vida de los breves goteos de tinta, diálogos
que sostienen al individuo en desconcierto continuo, pero gozando el oportuno
ahondamiento de vivaces anhelos en el alma. Los personajes de Juan Rulfo acuñan
la perspectiva de lo deseable, respirando el duro polvo del camino, escarbando
tenues luces entre pesadas sombras y esquivos fantasmas que vienen de muy atrás
en la sangre de la estirpe, personajes que intuyen la raíz del crepúsculo al
otro lado de lo visible, donde un dilema sensato y fértil, los aguarda. Sus
páginas son un patrimonio suspendido en la eternidad, estímulo que conduce al
lector a una deliciosa crisis de lucidez. ¡Profética literatura que nos convoca,
imperiosa, invitándonos a dejar la desidia, en vahído de alcanzar el latido de
la fraternidad! ¡La pluma del mexicano universal, incendia el horizonte!
III
PRODIGIO DE LA FORMA
para
Osvaldo Guayasamín
Inmerso
en un tejido de zozobras humanas, el inventor de primordiales pálpitos,
convencido de las oscilaciones de un tiempo que atempera el transcurrir
inacabable de despojos y miserias, empuña el pincel y participa de una metafísica
del yo que sufre y araña los días con ímpetus básicos de reivindicación. La
historia, eteno retorno al roto espejo de las desesperanzas, no alimenta
ilusiones, y por eso, riguroso en el entramado de dolencias y adversidades
humanas, traza la obsesión de lo inacabado, la rota razón de las barriadas del
alma. La imperiosa fatiga de esos rostros nos postra de vergüenza, el
vertiginoso ornato de los huesos de esas manos nos arrebata el aire, dejándonos
suspensos en una profundidad vacía, en la que estamos sir ser, obsoletos de
hermandad, pálidos frente al prodigio esquivo que socorra al adyacente. Frente
a esas creaciones nos falta el aliento y un saludable susto se nos incuba en el
pecho. La trágica pendencia interna de esos rostros es la pancarta que denuncia
la sostenida agonía del individuo contemporáneo, anulado en su postura de peldaño
para el ascenso de una mezquina minoría. Esas dolientes figuras acuñan un
sentido que va más allá de lo aparente, aruñan una histeria que se justifica
desvalida. Arqueólogo de la ternura de los seres, Osvaldo Guayasamín indagó el
secreto original del homo sapiens, y en lúcido silencio, dotó esas miradas de
un intelecto lastimado, divisa infausta del caído que aún vislumbra una luz. El
pintor, en su culto al hombre no quiere errar en las verdades del sistema que
obnubila consciencias: propone otros valores, renovadas avideces de concordias,
certezas aún por conquistar, que brotarán de la materia de barro de sus
compatriotas, curtida esencia que echará raíces en el tiempo. ¡Los mecanismos de
la vida están en ese barro animado que sostiene los días, verdadera materia que
alimenta el espíritu! ¡Flageladas manos, dilatadas en los sueños, crecen en
dominio de un destino que debe conquistarse a sí mismo!
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