Márcia Batista Ramos
De puntillas descalza, camino lugares por el tiempo, hacia el ocaso, el único sitio que espera a la humanidad, sin preguntarme si me duele la vida. ¿O acaso, existe alguien inmune al crepúsculo?
Vivimos en una era de vacío, de soledad y de anonimato, donde transitamos espacios comunes: espacios de consumo, de circulación y de comunicación, sin vernos. Somos más uno que sube al avión, apenas otro en el supermercado, uno más que cruza la avenida como cordero descarriado que no recuerda cuándo empezó su orfandad.
Estamos asumiendo que los vínculos pueden ser virtuales, sin apretón de manos, sin caminata en la niebla... Estamos aceptando que los vínculos existen de forma aparente y no real, a través de aparatos ofertados por la tecnología.
De muchas maneras dejamos de reconocer al otro cuando no nos interesa lo que pasa en un campo de refugiados, en un país en guerra o en una barca llena de inmigrantes.
Estamos permitiendo que la experiencia humana se diluya al olvidarnos de reconocer al otro, los otros; los que representan nuestra realidad en un centro comercial o los que expresan la desigualdad por la condición de miseria en que se desarrollan.
Yo sé que las aguas son profundas… Además, que la hermosura reside en que el yo no se reconoce sin el otro, porque nuestro yo permanece latente sin el otro, lo que Wittgenstein sintetizó en la máxima: “ser otro para ser uno”.
El hecho de reconocer la universalidad de la experiencia humana, incluso en las manifestaciones alejadas de uno, en el tiempo y espacio, es fundamental para el reconocimiento de las diferentes individualidades que conforman la humanidad de donde se desprende cada uno de los seres humanos, cada uno de nosotros.
El reto que se asume diariamente es el de relacionarse sin hacer daño, con personas ajenas a la realidad de uno, personas que además se desenvuelven en el mundo de una manera desconocida a los demás individuos inmersos en la cotidianeidad de su propio mundo.
Es necesario observar el material de las cenizas en que nos estamos transformando…
Uno observa el todo que se mueve constantemente, como un gran dinosaurio de cuatro cabezas y ocho brazos, que mismo cuando una cabeza duerme apoyada en sus dos manos, las otras cabezas permanecen despiertas y los seis brazos restantes, transforman el mundo, el lugar que la humanidad tiene para desarrollar su vida y cometer sus pecados.
Entonces, los individuos, forman parte del mundo, mismo cuando están ensimismados en su propia existencia o incluso cuando ejercen un papel pasivo ante la naturaleza o ante su propia vida.
Yo paro en la vereda para observar la marea humana…
Me percato de que el encuentro con el otro es y ha sido una de las magnas empresas del pensamiento y la acción humana, porque al hacer referencia de la existencia de algún otro humano, es la única manera de reconocerse humano y aceptarse como parte de la humanidad.
El otro es una extensión del mundo, al mismo tiempo que representa el pretexto idóneo de la comprensión del mundo y que, en cierto momento, su encuentro permite cambiar las percepciones humanas, porque permite la experiencia de los sentimientos. El otro es el complemento para descubrir la belleza del yo.
Observo que la vida humana se mueve en elipsis… Al tiempo que comprendo que el ser humano es el único habitante del planeta capaz de relacionarse afectivamente con el mundo y dejar registrado (a través de caracteres, que unidos forman las palabras), los sentimientos que emergieron de esa relación afectiva, ya que siempre existe otro ahí al lado.
Camino a la luz del atardecer por un espacio que, quizás, sea imaginario, y no acumulativo como el de la historia, con mi sombra reflejada, porque para mí, al igual que para otros tantos autores, considero que el otro nos define, porque tenemos una esencia coincidente y nos percatamos de ello, al tamizar nuestras cenizas.
Busco una significancia universal para ese momento y me inunda una ternurita ancestral: quisiera ser definida por el encuentro, la paz y la comunión, pues así, quisiera que se represente a la humanidad de la época en que me tocó caminar sobre el planeta.
Mientras anhelo un mundo conspicuo, camino de puntillas descalza, por el tiempo, hacia el ocaso, el lugar a que todos llegaremos como humanidad.
Imagen: Ernst Ludwig Kirchner
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