Frente a la inapelable secuencia/sentencia de la muerte, no somos nada, somos solo un puñado de despojos que nos lega la parca. No hay vuelta que darle. La muerte siempre siega, ciega, desmorona, destruye. Siempre es así, a menos que la enfrentes. De frente.
Siempre hay un antídoto: Jaime Paz, el ex presidente de Bolivia, me contó de su vivencia en el entierro de Olof Palme, el ex primer ministro de Suecia.
Por voluntad propia, el sueco, el que había sido asesinado sin motivo, había testamentado: cuando me vaya, quiero que me despidan con alguien que cante Gracias a la vida. Así se hizo.
Jaime cuenta que fue un momento estremecedor, terrible, pero, a la vez, esperanzador.
En ese Estocolmo gélido -fue en febrero del 86-, en medio de una multitud jamás vista y verdaderamente acongojada, una voz despidió a Palme con la más emblemática de todas las canciones emblemáticas que compuso Violeta Parra, chilena, sudamericana, pobre, poeta, artista, emblema ella misma de todo lo bueno y lo bello que queremos para nosotros mismos.
Esa misma Violeta, suicidada por esa sociedad, nuestra sociedad, que nunca la terminó de querer tanto como la quiso ese sueco que pidió ser enviado al cielo de los justos por ella, a través de su música: la más justa de todas, la Violeta, la que, de seguro, lo estaba esperando, allá arriba, para seguir cantando juntos.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 6 de julio de 2021
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