Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Duelen los pobres. Más les duele a ellos. Los hay curtidos, sus escasas pertenencias separadas en infinitas bolsas plásticas, cargadas en carros de supermercado que arrastran por la ciudad. Tendrán zonas, se dividirán los rincones de sueño que casi siempre interrumpe la policía. Los narcos mexicanos tienen en las afueras de Littleton ranchos millonarios con caballos de raza, los norteños se precian de cabalgar; águilas talladas en el vestíbulo. Es tan obvia esa opulencia pero para ellos hay respeto. Para los mafiosos locales lo mismo. Impunidad para el gran criminal: Trump. Tanta que le permitirán ser presidente otra vez, a pesar de sedicioso y felón. Dejarán que se convierta en monarca e inicie una dinastía de maleantes. La sacrosanta “democracia” norteamericana se hará humo; castillo de naipes. También hacían bromas con Hitler en la Alemania del 30. Nadie cree hasta que no sucede. Pero no dejen dormir a los mendigos, no se ven bien.
Lo primero que hará el rey es quitarles las armas, que les son más caras que los hijos, más queridas quiero decir. No hay rey que acepte un pueblo armado. Afuera de mi trabajo está una familia de lo que se llama “basura blanca”: tres niños, padre y madre. Viven en una camioneta doble cabina. No tienen para comer y cagan en los baños del periódico cuando nadie los ve ni huele. Tienen dos inmensos banderones del señor Trump. El líder los desprecia, él ama la societé y el caviar. Mientras tanto, los muertos de hambre compran balas para matar al Otro que les arruinó el día y la vida. Reúnen monedas para colaborar en la campaña fascista de golpe de estado y muerte, esa que llaman MAGA, Make America Great Again. La Gran Alemania, libre de judíos, y esta “América” de negros y grasientos. Lo extraño es que en los grupos de supremacistas blancos hay tanto latino con apellidos como Gutiérrez y Agüero. El cabecilla de los Proud Boys es un negro cubano llamado Enrique Tarrio. Negro que se desgañita anunciando el retorno a lo que es “por derecho” de la raza blanca. Mexicanos cuyos padres fueron braceros supervisan que en la frontera con México haya suficiente protección para que no ingresen los criminales, esos que los parieron.
Decía que hay pobres curtidos, con un centímetro de costra de mugre que sirve de abrigo. Los hay nuevos, a los que la peste desterró de hogar y trabajo y lanzó a la calle hace poco. Deambulan por la noche, todavía bien vestidos. No tienen carritos de supermercado sino una o dos maletas de viaje que arrastran como si estuvieran yendo, como antes, a Cancún. Llevan tenis Nike y medias sin caña, moda que impuso, creo, Julio Iglesias en su tiempo verraco. Están confusos, no saben si acostarse entre hierbas donde, siendo Colorado, podría haber una cascabel o crías de coyote. Tratan de dormir en lugares iluminados, puertas de biblioteca, vanos de restaurantes, esquinas de gasolineras porque el tráfico les asegura que no serán apaleados. Uno u otro, siempre llegará “la Chota”, la policía, y a buscar sustento y abrigo en otro lado. En un par de semanas ya no estarán de viaje. Maletas desportilladas, escozor de cuero cabelludo. Ser pobre en país rico. Hambriento en lugar donde se tira comida al basurero.
Y a la luz, ni siquiera en la penumbra, las huestes del poder omnímodo preparan el nuevo atardecer. Nada podía pasar en “América”. Este era el principio y el fin del mundo, la Roma de los pudientes analfabetos. Cernícalos sobrevuelan todavía alto. Van bajando de a poco. La carroña atiza el fuego, se sazona a sí misma para la gran barbacoa, la última. Vanidad y soberbia. Nada sucederá aquí… Los ciegos pueden pero no quieren ver…
Yo escucho a Georg Philipp Telemann.
06/08/2021
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