Notas a orillas de un mar extraño


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Estaba Máximo Gorky en el mar Caspio o en el Negro? ¿Con Malva o Konovalov? Acerco la mente hacia 1973, cuando leí Los vagabundos. Me quedó aquella imagen sola frente al mar. Y el nombre de Malva. En realidad ni sé si es cierto, si escena tal aparece o se confunde con la de algún otro libro. No importa, las primeras impresiones valen, y esa fue la mía con Gorky, mucho antes de La madre, de sus textos políticos “inoportunos”, de sus recuerdos de Tolstoi y de Chejov. Mar, ambos fríos, botas como calzan los rusos, y el blusón típico de ellos, cerrado en el cuello y con cinturón que deja una faldita flotando sobre los glúteos. Sensación de soledad, el agua que choca contra las piedras o es liso en su superficie con esporádicas bocanadas de pez que ansía vivir. He visto el Caspio en películas iranias y todavía me estremece. Es el lago más antiguo del mundo, resto del cretácico océano Tethys. Por ahí, sin embargo, no lejos, Irán se convierte en paraíso boscoso donde rugen leopardos. El Transiberiano, cuenta mi sobrina, atravesaba el Amur, en Rusia, y bastaba el nombre para perderme en las selvas de tigres y encantamientos de brujo. Frío y calor. Grandes y viscosos esturiones por un lado; refulgentes felinos por el otro.

¿Cuánto hemos perdido? Si cuenta nos dimos, lo dudo. Ahora, cuando la muerte no ronda pero guiña, somos tan tontos de seguir perdiendo el tiempo, llenando el corazón con burdos sectarismos de amor. El amor libre implica no el lecho revuelto de infinitud de piernas sino la paz. Ella no excluye la pasión, la realza. Todo mal nace del miedo. Ya ni a los fantasmas temo, cuando la noche invernal produce trombas de aire y crea figuras aterradoras que semejan vivir. La noche juega ajedrez de claroscuros y el miedo pone la retórica, la falsa narrativa del asustado. Una cosa es el terror y otra el misterio.

Miro viejas fotografías hoy virtuales. En una calle de Washington DC con Big Mike y Fernando Vargas. Malt liquor, licor malteado, cerveza super fuerte como bien cabe a nosotros negros. Colt 45, una de ellas, y risas, y exabruptos. Casas victorianas de ladrillos rojos, guindos, marrones y de azul de metileno. Amé a la prima de Big Mike, creo que lo cuento en El exilio voluntario. Risa y azabache de sus vellos sobre el ébano de su vientre. Casas de la vieja capital, que vieron de todo; esclavos muriendo en la construcción del domo de la famosa libertad “americana”. Hay penumbra en esos hogares negros de tres pisos y sótano. Cortinas amarillentas de hace un siglo. No entra el sol sino a través de ellas, distanciado. Las cervezas al abrirse suenan como disparos.

Ronald Arandia, amigo querido y maître notable de restaurantes de clase alta de DC, me cuenta que los que fueron mis antiguos jefes, los potentados de fruta y verdura donde trabajé años, son ahora multimillonarios, con una planta impresionante en Maryland. Son clientes suyos, les sugiere vinos. Dice que sus hijas son bellas, las de los tres hermanos Keany. En alguna ocasión les contó que yo había escrito una novela de esos días. Uno de ellos, acordándose, sentenció que “ese hombre era inteligente pero peligroso”. Tiempo de cuchillos, de juventud y músculo, de tres sexos antes del trabajo y dos de regreso. La sangre no solo corría por la espalda al romperme la cabeza en unos fierros que guardaban aguacates; corría desbordante por todo lado. Así, con mi polera anaranjada de Iowa cubierta de los hombros abajo de sangre seguí trabajando, hasta cumplir mis horas. Luego peine que se atascaba en los coágulos de la nuca y chamarra encima para tomar el metropolitano igual a carnicero después de faena de muerte.

Comienzo con el mar y me pongo en los mercados de Gallaudet. Porque a veces me sentaba en el dock, mediterráneo muelle en este caso, para ver pasar el rápido a New York. Ganaba dinero; indigencia a lo Gorky estaba de momento desterrada, pero no esa sensación de sosiego mezclada con tristeza. Tal vez entonces Malva se llamaba Karen. Tal vez.

14/08/2021
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Imagen: Extinto tigre del Caspio

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