Preámbulos para el viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / NÓMADAS

Mientras preparaba, en el camión de comida, milanesas y chorrillanas, mientras el infierno de la plancha quemaba mis manos detrás del plástico que las protegía, Ligia alistaba maletas y viajaba hacia el sueño de los nietos. Pienso ahora en hombres y mujeres, en doña Irma que me decía, muchísimo atrás en el tiempo y para secar mis lágrimas, que el hombre era “poncho al viento”. Se refería a las ataduras que suele traer la maternidad y de las que el hombre carece.

No diré como en el triste samba de Adoniran Barbosa que mi mujer me dijo que hirviese el agua y no regresó. No, no hubo agua evaporada entre nosotros. Hubo hijas y nietos que no eran míos. Si ni las mías hijas lo son. No era yo Mané (no Garrincha, otro Mané) que salí a buscarla con la policía, aunque lloré mi infortunio con agua del color de las granadas. Tampoco tomé el camino de Guanajuato sollozando que la vida no vale nada. Porque de vida no se trataba entonces sino de muerte. Ella había optado por fallecer en nuestro amor. Decisiones de hembra que son con mucho acero y no la feble ortiga del macho llorón. Pues ahí estaba, de pie en la noche, con rodillas tembleques y mi compañero, mi perro Marco, que sabía de la tristeza como un filósofo mudo. Lo concreto es que corría viento frío, que los autos estaban parqueados ya sin chofer, que sillas y pinturas carecían de valor, que el Zacapa no se movería por un tiempo, que alistara baberos y pañuelos para inventar tangos que todavía no se habían inventado. Marco se frota contra mi pierna y duerme a mi lado. Cuando despierto, sus ojos negros, grandes, tiernos, me están mirando. Parecen decir que me levante, que deje de lado esta parálisis y mueva de nuevo estos brazos que por treinta años no descansaron. Nada de qué mala ella si tan bueno yo, tan trabajador, tan responsable. “Un hombre tan valeroso y a Montilla lo han matado”, rasguean el cuatro los llaneros. Pues salgo a la oscuridad porque siempre trabajé de noche y a la soledad que conlleva mi tipo de trabajo nocturno. Soledad que jamás se separó de mi lado ya que de sombra y solitaria ha sido mi brega con la vida. Ahora, bueno, a lidiar con la mortandad que se esparce alrededor. Peste bubónica, aire que falta. El dolor tiene horario distinto.

Vasos que quedaron sin lavar. Opté por tirarlos a la basura, los ordinarios porque el dolor no me hace estúpido, felizmente. Increíble que en medio de la destrucción de Siria hay resquicio para el pensamiento, mesura para elegir. Pero estaba la realidad de que lo que me rodeaba era demasiado. Mi casa era un museo de objetos bellos e inservibles. Máscara chowke que incluso con su presencia terrorífica no me asusta; máscaras del Gabón, quitadas a rostros de mujeres muertas, con distintivos rombos sobre la frente. Tallados en balsa del Chaco boliviano, de tatús y aguarás guazú, una docena de ellos, coloridos, que mi hija Aly dice que quiere tener. Muebles que regalo, afiches que marchan a casas de desconocidos vecinos, tejidos que se archivan en baúles para que los saquen el día que yo me muera y los muros se decoren de awayos como Bolívar entrando en Potosí. Voy deshaciendo treinta años de acumular ilusiones. Decido viajar; en las maletas no caben alucinaciones ni recuerdos. Trazo a lápiz marcador una guía de viaje que tendría que haberme escondido para siempre en Kashgar, a orillas del impenetrable Takamaklan, donde la arena cubre las veleidades humanas y muestra una faz de que aquí no pasó nada. Planes, proyectos que, claro, hay que tener. Contar los billetes que escondí en páginas de libros escogidos. A todo o nada. Esta apuesta tiene augurios de descubrimiento y de conquista. No hay fuga sino necesidad de recrear lo que uno fue, reinventarse, secarse el sudor del amor que es rico, aromático y pegajoso, pero que nos aferra a las sábanas casi en condición de enfermos. La casa se fue vaciando. Quedaba en lo que era al principio, una seguridad de paredes de mal gusto y un patio que tuvo sillas e invitados y que ahora albergaba un gran charco que no valía la pena secar.

Ella me privó de su voz, de su presencia, de sus ojos que a veces eran cafés y a veces verdes, entre greda y esmeralda, pasto y argamasa.

Con ello estaba, con las manos vacías. Seguí trabajando, dejé de incendiar mi piel en los hornos de la cocina. Arreglé con las hijas las necesidades básicas de dejar todo “en orden”. Dolió separarme de algunos objetos porque cada uno traía memoria. Pero, o te suicidas en la melancolía o sacas la daga que rompe el cielo para abrir la lluvia.

Exceso de romanticismo, como siempre, de imaginar odiseas donde poco cabía para la épica y mucho para una lectura real de lo palpable.

Barajé nombres. Estaba Portugal de principio, al norte, casi Galicia. Pero hubo momentos de Marruecos, de Fez y Argel, donde amigos escritores de tendencia africana serían expedicionarios de una fuerza conjunta para abatir la pena. “Tú lloras porque me voy y yo porque tú te quedas”, dicen los llaneros, pero el río anda de crecida y mi barcaza es pequeña. Aquí no cabemos dos, bien simple. Lo demás es retórica. Quiéreme, yo nunca dejaré de hacerlo, pero tardamos en exceso para ayudarnos a vivir lo que debemos. No hay horas suficientes para completar lo que falta. Entonces qué, deja que Mané caliente el agua para el café mientras tú vas por bizcochos. Salió a comprar cigarrillos y no retornó, es la historia oficial. Sí, dramático, pero de drama no se alimenta uno y sí de manzanas y cebollas, de sangre tostada y papa hervida. Agacho la cabeza sobre el mapa y trazo una línea recta entre Tashkent y Bujara. Hasta ahora no las he visto pero las veré. Aquella osadía del 2018 fue el inicio del camino que no tiene vuelta porque es circular. Pero circular te trae al principio y no avanzaste nada. Elíptico entonces, viaje sideral.

El mapa quedó largo. Sendas que se podría decir se truncaron si pensamos en tono exitista. Viaje iniciático. Los números hacen de detalle cronológico, jeroglíficos de otra historia, esbozos de cacerías de mastodontes y ciervos espantosos, o, al otro lado, de murciélagos y seres incomprensibles como en los tejidos jalq'a de Chuquisaca o los zorros, caballos e ibis mitológicos de los awayos de Leque. Lo que se ve y lo que no. Hay que buscarlo.

Por algo había que iniciar. Los dormitorios se habían vaciado. Libros llenaron vientres de cajas, ropa se dobló para que cupiera entre discos compactos y metales afganos. No disponía de una mochila grande y alisté dos maletas, una chica y otra no. Tres pantalones y cinco camisas. Calzones y calcetines, una lectura para la primera etapa que ni recuerdo cuál era dada la excitación. Dinero en efectivo, escondido entre bolsillos y testículos. Un boleto de aerolíneas noruegas, aviones de color rojo, estelas de sangre rápidas en la atmósfera. ¿Quién me llevó al aeropuerto? No me acuerdo. Besos a las hijas, a sobrinas, hermanas y cuñados. Tres fotos, un reloj negro que regalaría a María en Braga. Me sentaría en el futuro encima de un pulpo con el gran Verne, en Vigo, y de lado del gran Babel, en Odessa. No lo sabía.

Se iniciaba en Londres, saltaba a Porto, Oporto, el vino que le gusta a Ed, sudafricano el mejor hasta ahora. Y de ahí estaban los caminos sin marcar y plenos de carteles y distancias. De Madrid al sur negro al otro lado del mar; o Lyon para conversar con Zarita, y Estrasburgo, Berlín, Varsovia. Marcela que me invita a Roma que no había pensado ni a cuenta de mi amor por Giotto y Donatello. Ucrania está segura, para dar vueltas por Chagall y por Novgorod la vieja partiendo de allí, o como punto luego de las tierras libres de Néstor Majnó para el salto a los ríos del vellocino de oro, en Georgia, Armenia y el Asia Central en cuyos bazares pasaré barbado desapercibido o tal vez disfrazado a la usanza de Pierre Loti para crearme una historia, rodearme de misterio, hacer mi leyenda. No descartaba la vieja Saigón, ni Hue ni Shanghai pero prefiero el desierto.

La caldera del pobre Mané nunca hirvió. Café no servido ni bebido. Pura pérdida. Llueve sobre São Paulo. Adoniran Barbosa sigue con el ritmo del samba blanco paulista. En Viaduto Santa Efigênia canta:

Eu me lembro
Que uma vez você me disse
Que um dia que demolissem o viaduto
Que tristeza, você usava luto
Arrumava sua mudança
E ia embora pro interior
Quero ficar ausente
O que os olhos não vê
O coração não sente

Ven a ver. Luto, mucho, parece un mar negro sin ciudades alrededor. Pero sobre esas aguas sombrías hay que arrojar la balsa que no lleva ni al olvido ni a la metástasis. El resaltador marca la ruta de tierra entre Oporto y Madrid. En la frontera entre Portugal y España hay un pueblo donde se detiene el bus, con tiendas y miles de piernas de jamón serrano colgadas aguardando el cuchillo. Me afeito con la navaja para ser otro, el mismo pero dispuesto. Con la misma cuchilla corto el jamón crudo en piezas casi transparentes. Huele, sabe, la vida cargada de pesares se hunde en la delicia de un trozo de carne en un camino todavía sin rumbo pero ya con mucho asombro.

20/07/2021
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Publicado en REVISTA NÓMADAS, Bolivia, julio del 2021
Imagen: Estatua de Julio Verne en Vigo

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