¿Volveremos a las montañas?[1]

 

Cito el inquietante escrito de un arqueólogo: “Las montañas sagradas fueron escaladas por los inkas y resignificadas con nuevas y valiosas ofrendas, hecho que debió contribuir al refuerzo del dominio religioso, ya que, a la vista de los grupos dominados, los inkas habían accedido a los lugares prohibidos para los humanos y entablado una comunicación directa con los apus”.[2]

 

Es difícil entender desde la mirada urbana, moderna, globalizada, desde la mirada de alejamiento fatal de la naturaleza que padecemos, las sugestivas implicancias que subyacen en este párrafo.

 

Como sea, hagamos el intento.

 

Ante todo, el dato fáctico: según evidencia arqueológica, los incas fueron los primeros que treparon a las montañas; los pueblos que moraban en los Andes, antes de la emergencia incaica, adoraban a las montañas, pero no subían por ellas.

 

Imaginen a esos primeros seres humanos elevándose hacia la cima de las montañas. Los incas, también veneraban a los cerros. Es más, los consideraban Apus, Señores, Dioses, Dueños del territorio y el espacio.

 

Subirlos, enlazaba el acceso a un ámbito hostil de la naturaleza, pero, a la vez, a una indudable expresión no sólo de la geografía sagrada sino de la divinidad misma.

 

Las montañas eran dioses, estaban divinizadas, eran recintos sagrados: ¿se imaginan la conmoción de los primeros incas que empezaron a subir por ellas? ¿Quiénes fueron? ¿Sacerdotes? ¿Personas con aptitudes físicas enviados por ellos? ¿Qué habrán sentido frente a esa naturaleza elemental, despojada y extrema, pero, a la vez, cargada de majestuosidad y una grandeza inigualable? ¿Qué habrán sentido caminando literalmente encima de un dios? ¿Qué sentirían al elevarse y saber que con cada paso que daban, cada vez estaban más cerca de la expresión más intensa y concentrada de la divinidad? Siento una hondísima emoción mientras escribo estas palabras, siento que hubiera querido estar en la piel y en el corazón de uno de esos seres…

 

¿Son interrogantes que sólo podemos conjeturar? El arqueólogo entre las hipótesis planteadas en su estudio, afirma que en esa resignificación de las montañas fue “donde los inkas intentaron plasmar en el paisaje una imagen refleja de sí”. Esa imagen se desplegaba, de manera concreta, en el ámbito de las creencias, de lo espiritual.

 

Si esto es así, la relación hombre-montaña vendría a signar no sólo la dinámica social y política del Tawantinsuyu, con su incuestionable marca religiosa (del latín: religare, algo que liga, que une, que congrega) sino también su proyección sobre la memoria humana y el paisaje mental/cultural que esta va construyendo.

 

De allí, de ese poderoso entramado que vinculaba al hombre y su medio, al hombre y las montañas, se desprendió toda una infraestructura -caminos, adoratorios, apachetas- que sostenía ese lazo, que permitía el acceso, la entrega de ofrendas, la celebración de los ritos.[3] Fue el desarrollo de toda una cultura de montaña que implicó el esfuerzo sostenido de miles y miles de personas que convirtieron a los Andes no sólo en un espacio ritualizado -ya lo era- sino en un impresionante, inmenso y elocuente -no encuentro una mejor palabra- altar desde donde comunicarse y acercarse y convivir con los dioses, con los Apus.

 

Todo esto encierra, a su vez. una poética excepcional, nutriente, vital, sublime. Tal vez, debiésemos agradecer el trabajo de los arqueólogos, pero instarlos a dejarlo allí, a no proseguir con sus excavaciones ya que, viéndolo con el cristal que postulamos, todo acto que no condice con la esencia sagrada de las montañas, huele a profanación, a despropósito, a desatino. Lo mismo vale para los escaladores profesionales cuyo único afán es coronar la cima o, peor, para esas desafortunadas expediciones comerciales que ya plagan los Himalayas y que podrían masificarse en los Andes y volver a la montaña, pura, dura y asqueante mercancía.

 

No estoy en contra que los seres humanos suban a las montañas, todo lo contrario: la idea a debatir es que tratándose de un ámbito tan sagrado y en medio de una crisis de sentido como la que sembró la modernidad y agravó la pandemia, habría que ponerse a reflexionar sobre el significado profundo de ese vínculo que, dada esa herencia inca, puede convertirse en una vía de sanación, de búsqueda de nuevos horizontes, de “resignificación”, como diría el arqueólogo, de la mismísima condición humana.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 4 de agosto de 2021

Fotografía: Volcán Llullaillaco. © Luis Salazar V


[1] Volveremos a las montañas fue la consigna del ELN -Ejército de Liberación Nacional- boliviano de finales de los años 60s del siglo veinte.

[2] La arqueología de altura en los Andes tiene sólo algunas décadas de desarrollo. Sin embargo, por las características eco-climáticas del territorio, está brindando hallazgos sorprendentes, imposibles de verificar en ningún otro lugar de la Tierra. El más difundido de estos hallazgos sea, tal vez, el de los llamados “Niños del Llullaillaco”, el enterramiento ritual más alto del mundo, ubicado en la cima de este volcán, a más de 6700 metros de altura. El trabajo al que aludo es de Vitry y alude a pesquisas realizadas en el nevado de Chañi, una montaña ubicada entre las provincias argentinas de Jujuy y de Salta.

[3] No puedo evitar anotar, por su belleza expresiva, la descripción de un ajuar de enterramiento, uno de los primeros encontrados en los Andes, al principio del siglo XX. Era así: “El ajuar estaba integrado por tres mantas de lana de llama, guanaco y alpaca; restos de un poncho rojo con listas azul verdoso y arena; dos fajas con colores rojo, azul y natural; una túnica de lana de vicuña color natural; un peine y dos pares de ojotas”. Paradojas: el hallazgo correspondió no a un arqueólogo sino a un militar, un teniente coronel de apellido Pérez, el año 1905, en el Chañi, ya citado. Fue donado al Museo Etnográfico de Buenos Aires.


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