Hipnotizado veo las imágenes de la erupción del Cumbre Vieja, el volcán de La Palma, una de las islas guanches. Lo que ves por la tele es impresionante. Imagino la tecnología que estarán usando para lograr tal impacto. Estás allí, dentro de esa masa infernal de lava que explota, burbujea, se derrama: está viva la lava, está vivo el volcán, está viva la Tierra, estás vivo viendo tan irrepetible espectáculo natural.
Leo por ahí que sólo ocho erupciones, incluida esta última, han sido documentadas pero que esta, la de las Canarias, es la primera que está siendo transmitida en directo al mundo entero. Los vulcanólogos españoles están orgullosos, ante todo porque se ha podido evacuar a toda la población amenazada y no hay que lamentar pérdidas de vidas. Las casas que se ha comido la lava, ya se repondrán. Lo que estamos viendo, afirman, es algo único: cómo un paisaje cambia, minuto a minuto. Esto no lo vemos todos los días. Es verdad. Por eso es impactante. Por eso, seduce e hipnotiza.
Nunca vi un volcán erupcionando. Peor es nada: vi al Ollagüe echando sus humos. Es una montaña solitaria que Bolivia y Chile usan para demarcar sus límites. El volcán es alto: trepa a más de 5800 metros de altura y su prominencia se destaca con nitidez en medio de la puna. Debajo, en su cercanía, hay un paso fronterizo y una antigua estación ferroviaria. Hace veinte años, el lado boliviano te recordaba un extraño campamento de gitanos o un rejunte de almas tristes, de ex trabajadores de los trenes que habían sido privatizados y esa línea, desactivada. Estaban allí, aferrados a una historia que sólo era memoria para ellos, parias en un desierto infinito, gente que estaba sola y que esperaba y esperaba y que miraba siempre al este, a ver si un día, con el sol, también se asomaba de nuevo una locomotora. Al fondo de sus casas derruidas, al fondo de un andén desolado, al fondo de su esperanza, el Ollagüe humeaba.
Otra vez, subimos con un par de amigos hasta el cráter de otro volcán: el Tunupa. Era un reencuentro y era simbólico, buscaba representar algo más. Uno de los amigos era quechua. El otro, aymara. Iniciando el ascenso, la ladera de la montaña estaba tapizada por miles de cactus, mudos guerreros del cosmos, guardianes insomnes de la piedra. Felices por estar juntos, compartimos la trepada con un perro, uno de los canes de la Lupe, nuestra anfitriona en Jirira, la comunidad donde pernoctábamos. Tras algunas horas de esfuerzo, arribamos al filo del cráter.
El lugar atesora una belleza singular. Por un lado, el cráter reventado del volcán muestra las deslumbrantes cicatrices ocres, rojas, amarillas, de la tierra. Debajo, desplegado en toda su extensión alucinante, el salar de Uyuni, un mar blanco e irreal, el infinito silencio, la quietud imposible. Allí, en el borde de ese anfiteatro volcánico, los moradores habían levantado unas imponentes apachetas que embellecían y reforzaban ese ámbito sagrado.
Como debe ser, ofrendamos a la Madre del Universo y celebramos haber llegado juntos hasta allí cuando, de repente, una de las piedras de uno de los montículos, cayó. Mi amigo aymara, quien estaba más cerca de la apacheta cuando ocurrió el movimiento, se llenó de culpa y malos presagios. Mi amigo quechua le dijo que no temiera, que la Pachamama había hablado, que era su manera de saludarnos y que algo así sucediese era una buena señal. Lo mismo sintieron la Lupe y su esposo Carlitos: es porque has vuelto, Pablo. Hacía ocho años que no me aparecía por sus vidas. Lo celebramos con unos mates de cedrón bien regados de singani. Secretamente, también celebraba mi amistad con el volcán. Lo hice mío para siempre.
Al otro día, lo honramos con Tata Germán y con el alférez. Una lagartija se acercó al fuego que habíamos encendido para ahuyentar las penas y propiciar la alegría. Jararanku, sentenció el amauta señalando al reptil. Es buena señal. Es porque has vuelto, Pablo -agregó. La misión estaba cumplida. Nos regresamos contentos los tres traqueteando por las soledades de Andamarca, camino a Oruro.
No lo sabía: con la arena del desierto aun en las axilas, un día después, estaba en la selva, en una barca navegando el río Madre de Dios en medio de una tormenta inquietante y repentina. Mis acompañantes empezaron a gritar, rogando al piloto que salga de las aguas, que atraque donde pudiera, que íbamos a naufragar, que moriríamos… yo agradecía a la vida porque sabía que el volcán me habitaba, que el volcán me amparaba, que el volcán me protegía. Esa noche, en el puerto, comimos pirarucú, un titán, el pez más grande y peleador del Amazonas. Una leyenda viva.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 24 de septiembre de 2021
0 Comentarios