Babé

 

A Andrea, Fabián y Fernando


Recordarla a Babé siempre fue fácil para mí. Por años tuve pegada en la pared, frente a donde escribía, aquí en Bolivia, una foto donde está ella, está “el chino” Fernando -su hijo menor-, está detrás (la mochila de) Fabián -su hijo del medio y mi amigo de toda la vida y estoy yo -y está Leonel, su marido, QEPD, que es el que tomó la fotografía.


Todos, estamos empapados tras recorrer un sendero en la selva austral donde no paró de llover -como es costumbre en esos sitios- los tres o cuatro días que duró la travesía.


Habíamos navegado un lago -el Nahuel Huapi-, habíamos desembarcado en un muelle y desde ahí nos lanzamos hacia el corazón de esa región fronteriza -del otro lado, cruzando los cerros, siempre estuvo Chile- donde la flora estalla, donde los helechos y las cañas coligües te agasajan con su desmesura, donde tu idea de selva debe ajustarse a otra realidad: la del extremo sur del mundo, donde llueve y llueve sin cesar y, bueno, si quieres celeste, hay que bancarse la lluvia.


De ahí, la ensopada, o mejor, la baqueteada, palabra que aprendí de ella, de Babé, y que hasta hoy sigo usando para referirme al esfuerzo -al sacrificio, a veces- que conlleva lanzarse a los montes, seguir el curso de los ríos, meterse en la naturaleza, soltar amarras y caminar.


Baquetearse, según Babé, era necesario. Forja el carácter. Te va templando. Nosotros, el chino, Fabián y yo eran unos pendejos -unos changos- de 15 a 16 años, y a sabiendas o no, lo que estábamos buscando era eso. Y ahí estaba Babé para que, si hubiese alguna duda, con un carácter a prueba de debilidades, dijera, algo, lo que fuera, marcialmente, que nos invitara, amable y decididamente, a seguir. En realidad, no la recuerdo (tan) así: sólo su ejemplo, sólo verla andar a ella misma, nos impulsaba a meterle.


Además, esto hay que decirlo: todos esos días de fragua, ¿quién se ocupaba que los pibes comieran? Babé. Es decir, aparte de la fajada, de la baqueteada, de la “endurance” puesta a prueba, era Babé la que nos proveía de comida, la que, de regreso al paleolítico, era la encargada de misión tan sagrada, tan elemental y tan imprescindible. O sea, se entiende cuando digo que era ejemplar por sí sola.


La foto de marras es paradigmática: habíamos llegado al puente que nos retornaba, por así decirlo, a la “civilizeishon”. Tras cruzar el río, había para nosotros, ¡una cama! (y me río anotando esto). Ya no recuerdo ni donde llegamos, lo que fue seguro es que llegamos y, de ahí, vuelto al ruedo.


Tras esa y otras memorables travesías en el sur salvaje que pudimos compartir, con Fabián, decidimos “independizarnos” y nuestros próximos viajes apuntarían siempre al norte, a Jujuy, a Salta, a Bolivia. Ya habíamos aprendido. Ya habíamos aprobado. Los chicos crecen. Babé (y Leonel, por supuesto) habían concluido su labor, una pedagogía del afuera que siempre voy a agradecerles.


Recordarla a Babé siempre será fácil para mí. No sólo por lo agradecido que estoy por sus enseñanzas de vida sino porque, con el tiempo, uno va aguzando la mirada, uno va afilando sus sentimientos, uno ya más o menos sabe que cosa quiere o que no quiere, y en esa dimensión esclarecedora e inspiradora de la existencia, allí está Babé, fajándose como nosotros los changos, allí está Babé, caminando a la par, toda mojada y dándonos de comer, allí está Babé, baqueteándose porque si uno no se baquetea, dime, si uno no gasta y no honra a la vida, ¿para qué vivir?


Por siempre y para siempre, ese sur de las primeras andanzas.


Por siempre y para siempre, Babé.



Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 3 de noviembre de 2021

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