Una historia sin fin


A G.R.

Con la gratitud de siempre


Jaime Bateman, “el flaco”, aseguraba que nada se puede construir desde la tristeza y ejercía toda una autocrítica desde un lugar poco usual -fue uno de los fundadores y líder carismático de la, en su tiempo, guerrilla más popular de Colombia- sobre la solemnidad de los movimientos rebeldes y populares por no encarar la lucha desde la alegría…desde la alegría de la vida y de la lucha.

Sostenía Jaime, muy tropical el hombre, que había que “rumbear” la vida, que había que amarla y que había que amarla de manera constante. Decía algo así: solo los que atesoran amores firmes, persistentes, pueden resistir, pueden lanzarse a las montañas y a las selvas, pueden soñar revoluciones, pueden cambiar al mundo.

Jaime Bateman murió en un “accidente” de aviación -de esos que nunca se aclaran- y la realidad perdió un ser luminoso, un faro de sentido y sensibilidad, alguien que no dudó en empuñar las armas para defender a su pueblo pero que creía, por sobre todas las cosas, en el poder del amor, esa argamasa insustituible para construir unidad y promover solidaridad, las condiciones esenciales de cualquier proyecto político de transformación y de justicia social.

Leí a Bateman en mis años de militante orgánico y nunca pude olvidar sus palabras. Me aclararon muchas cuestiones relacionadas con el compromiso y, sobre todo, con el sacrificio al que estábamos dispuestos.

Era un espejo. Cuando niño, había crecido con la imagen de los guerrilleros como héroes -tenía 7 años cuando el ajusticiamiento de Aramburu y 9 cuando la masacre de Trelew. Las noticias de los periódicos se me mezclaban con las historias que leía de Sandokán, el Tigre de la Malasia -el uturunco malayo- y de Yáñez, el portugués, su compinche, y me ilusionaba con Mariana de Labuán pero también con Norma Arrostito o con María Antonia Berger.

Pasaban los años y fui creciendo en medio de una dictadura terrible, genocida, que segó la vida de media generación de jóvenes. Ya militante, las atrocidades del terrorismo de estado eran nuestra vitamina: había que reparar todo ese daño, había que juzgar y castigar toda esa maldad. Como sea, el dolor -el dolor por lo que les habían hecho a nuestros compañeros-, era infinito y, sobre todo, iba por dentro.

Bateman tuvo el mérito de restituir humanidad a todo el horror que nos cercaba, devolviéndome un sentido plástico, lúdico, vital, a la militancia.

Lita Boitano, madre de una de las desaparecidas de los 30 mil que padeció la Argentina, también fue fundamental para mí en ese ajuste de la mirada: los héroes también eran humanos y tenían derecho a serlo. De eso hablábamos, una y otra vez, dando vueltas en la plaza, todos los jueves, a las tres y media de la tarde.

Sólo así, la vida y la militancia cuajaban en una coherencia nutritiva que podía retroalimentarse de forma permanente: una ética, una épica y una estética. Todo empezó a brillar.



Las vueltas de la vida traen siempre una recompensa para aquellos que no queremos otra recompensa de la vida más que vivirla, militarla a la vida, militando la realidad.

Una tarde, en Bogotá, en la sala de una librería inmensa -creo que se llamaba Lerner- me presentaron a Vera Grabe, la única comandante mujer que tuvo el M-19, la guerrilla que había fundado Bateman.

Sucedió algo mágico, a lo Aira. Mi amigo, el que nos presentó, pronunció su abracadabra y dijo: ¡Montoneros!. Vera, que entonces -¿2010?- dirigía un instituto por la paz, me abrazó -era una colombiana de origen alemán, de mi tamaño- y me lanzó la primera flor.

–No sabes, Pablo, lo que nosotros le debemos a los Montoneros…–afirmó sin vueltas.

Yo empecé a escuchar “la música más maravillosa”, una que no escuchaba hacía añares, décadas. Sólo atiné a decirle:

–Sigue, sigue…cuéntame.

Sabía algunos pormenores de la historia, de la relación entre las dos “orgas”, pero Vera me la contó de nuevo, a su manera, y su manera era tan decidida y, sobre todo, tan agradecida que nunca jamás lo olvidaré.

En reciprocidad, y con el mismo intenso agradecimiento, le conté que había cerrado las jornadas de homenaje a los 50 años de la fundación de la carrera de sociología de la Universidad Nacional de Colombia, hablándoles a sus jóvenes compatriotas que reventaban el recinto sobre Jaime Bateman y sobre esa verdad a piedra, inmemorial y siempre con destino: nada, pero nada, nunca jamás, se puede construir desde la tristeza. [1]



De ahí la alegría. De ahí la vida. De ahí su encanto. De ahí esta historia.



¿Por qué me embarqué en contarla? No sé. Es una historia íntima que ampara mucho de nostalgia, pero, a lo mejor, de algo sirve. Al fin de cuentas, el mismísimo Lenin, el duro entre los duros, dejó sentado por ahí que “un revolucionario no está completo si no sabe soñar”.

Muchos años después, Andrés Rivera, tituló su imprescindible novela sobre la vida de Castelli, el de la primera concentración política en Tiwanaku el año 1811, con un “La revolución es un sueño eterno”.

Supongo que algo de todo esto está flotando en el aire y que es preciso volver a encontrarlo, asirlo, sentirle propio, con orgullo, con gratitud, con devoción, con fe. O, al menos, escribirlo.



Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 29 de noviembre de 2021




[1] Esta es una historia dentro de la historia. La invitación que recibí era muy extraña -no soy sociólogo ni lo quiero ser- y tuvo que ver con la defensa de los derechos de los pueblos indígenas. Cuando pregunté de que se suponía que hablaría, la respuesta fue muy macondiana: de lo que tú quieras, pero habla. Resulta que allí acudimos. Me dije: esta es la oportunidad de devolverle a Jaime Bateman todo lo que él, sin saberlo, me había brindado. Entonces, me puse a hablar del guerrillero. Y a mí me encanta hablar sobre guerrilleros. Tenía 10-15 minutos, algo así. Elvira Naranjo, una finísima documentalista de las culturas de Colombia, era la moderadora del evento. No uso reloj y yo la miraba para que me diga la hora y así cerrar mi alocución. Ella, solo me hacía un gesto con su dedo hacia adelante y se podía leer sus labios diciendo: sigue, sigue. No sé cuanto tiempo terminé ocupando con mi-homenaje-al-guerrillero-que-me-había-inspirado. En una parrillada en su casa, le pregunté a Elvira que había pasado y ella, muy macondianamente, insisto, me contestó:

–Es que era tan lindo escucharte hablar sobre Jaime que me dieron ganas de seguir escuchándote…y has visto: a la gente también.

De ese viaje inusual -viajo siempre hacia adentro, no hacia afuera- me quedó algo más, algo tan vibrante y sustantivo como la historia de Bateman, la Grabe y los Montoneros: la historia del Negro Rondón, revivida allí en el mismísimo Pantano de Vargas donde el Negro y sus llaneros salvaron a Bolívar, a Colombia, a la Patria Grande, a la Independencia sudamericana. La historia sin fin: la lucha de los pueblos por su liberación. Si se animan, lean el poema que le dediqué al Negro, léanlo aquí:

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