Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Johann Pachelbel a las once de la mañana. Ha pasado la tempestad helada. El viento movía el polvo de nieve que se deslizaba desde los árboles; danza de espectros.
Sombras de la noche: mapaches, grandes búhos grises caminando en el pavimento como señores borrachos y de levita; conejos, humanos, zorros, mofetas, coyotes, inmigrantes de anchas palas naranjas limpiando veredas. La figura de un oso, el imperceptible salto de un peludo gato montés, ciervos en el pastizal. Imagino un puma bajado desde las rocas carmesíes.
Pequeña Rusia. A esa hora nadie camina por el parque Mir. Hasta los siberianos duermen, que también llegaron algunos entre el 92 y el 95, junto a mongoles y otras etnias de achinados ojos. Dos asilos para ancianos, ya desde entonces, “rusos” exclusivamente. Uno escondido detrás del mercado King Soopers; el otro sobre la avenida Quincy, desolado, blanco con máculas oscuras de humedad. Diez, doce pisos para gente que creyó que le iría mejor aquí. Gélida torre vacía. Cuando al amanecer se juntan algunos para gritar su idioma, las ropas siguen siendo las mismas que treinta años atrás. Muy fácil distinguirlos, con bastos y raídos abrigos, cabellos teñidos ellas, carteras de brillosa cuerina. Un poco más allá, cuadras hacia la colina arriba, los judíos caminan desde el sábado con negros atuendos. Grandes sombreros y las mujeres con los hijos por detrás; vestidos largos y antiguos. Verían Viena y Budapest, irían siguiendo los pasos de los maridos por Lublín y Bereziná.
Callejones de la calle Fairfax. De la calle Forest, justo las que dan al Parque Mir. En los años noventa albergaron a los inmigrantes soviéticos; luego México invadió con tortillas y enchiladas. Sin embargo quedaron algunos. Ahora hay estudiantes gringos, en una zona de mucha gentrificación. En el segundo piso vivía mi amigo Yefim. El tiempo se llevó sus juguetes recogidos de la basura, el gris Mazda 626 que le aconsejé comprar. Hasta las escaleras interiores del edificio han sido renovadas. Uno que otro rostro traslada a Rusia. Dos generaciones ya, o tres. Eran niños los que hoy atienden finanzas. Niños de tristes zapatos. Pasaporte soviético. Ucranios y rusos blancos. Historias desde Penza y Voronezh hasta Prypiat. Los que derrotaron a Napoleón y a Hitler en los pantanos llegaron a Denver luego de haber vendido lo poco que tenían. Ponían multitud de platillos sobre la mesa para agasajar a los invitados. Mucho aceite, mares de aceite, cantidades de escabeche: remolacha y pepino, salchichas, catliets, borsch de distintas tonalidades. Maldiciones cada dos palabras, conversan en alta voz.
Estepa de Karagandá, Trotsky, Dostoievski y Solzhenitsin. Semipalatinsk.
Me siento en la pequeña biblioteca del segundo piso. Hasta los sillones huelen a guardado. Libros en cirílico, un diccionario inglés. Alguien dejó una pequeña taza de café manchada. Ramas A, B y C del asilo. En ninguna, vida. Se duerme. Silencios plagados de sueños y espantos. Los hombres dejaron de ser camaradas, nadie habla de revolución. Por la avenida caminaban mujeres con pañoleta en la cabeza; tendrían sesenta años entonces. Ofreciendo chamarras y gorras. Compran a uno y venden a dos.
La cuchara que mueve el borsch tiene costra negra de años. El pollo hervido nada en grasa. Manejo por la Forest, doblo a la derecha en la Fairfax, y pienso que todavía conservo un par de ternos henchidos de naftalina que me regaló Yefim del ropero de su hermano muerto. En la memoria hay barbudos georgianos. Y un artista que pintaba frescos renacentistas con su esposa arquitecta. Ellos compraron un Isuzu Trooper negro; el mío era blanco…
09/01/2022
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