La illa de las grietas


A Roque Taborda

Illa posee un significado distinto en el mundo del sur andino. Illa en aymara es un talismán, un amuleto relacionado con la fertilidad y la prosperidad. Illa, en quechua, es la luz que posee cada ser viviente, cada accidente geográfico, cada cosa.

Siguiendo al Tata Arguedas, revisando su obra clave, Los ríos profundos, puede leerse que “Illa nombra a cierta especie de luz” y luego enuncia ejemplos extraordinarios como un niño que nace con dos cabezas o un becerro decapitado, aquellos que vienen al mundo heridos por los rayos de la luna, las mazorcas arremolinadas, los toros que habitan el fondo de los lagos solitarios de las alturas cordilleranas, “o un peñasco gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie apareciera cruzada por una vena ancha de roca blanca, de opaca luz”. Esa extraña belleza es la misma que anida en las grietas y en su illa, desde ya.

Sucede que el amauta serrano, en su eterna y propia illa, en su perdurable y benéfica luz, nos aclara también algo que siempre hay que tomarlo muy en serio. Escribió: “Todas las illas, causan el bien o el mal, pero siempre en grado sumo”. Vivimos diez años bajo la sombra de un tremendo peñasco negro, negrísimo, y siempre, porque me recordaba las advertencias del Tata, honraba a la piedra con devoción y cariño. De hecho, la sigo honrando cada vez que la veo y lo notable de esa illa es que, en el valle de Chuquiago Marka, se ve desde cualquier parte, es omnipresente: es waka también, es santuario natural, es altar cósmico, es el dios de las piedras encarnado.

Sigue el José María: “Tocar una illa, y morir o alcanzar la resurrección, es posible”. Arguedas expresó mejor que nadie el desgarro del ser/estar americano desde su andinidad profunda, su clamor persistente por la reparación de todo el daño causado por siglos de imposiciones y persecuciones, en busca de la liberación mental de esa dominación secante y negadora. Su mesianismo es conmovedor y es un espejo donde, con el corazón abierto, es fácil reflejarse.

Luego, este mago del sentido y las convicciones que arraigan, invita al juego, al arte, a la sustancia nutriente que anida en cada ser humano: acota que illa y yllu -terminación fonética donde se inscriben el tábano libador de flores, el trompo que danza en la niñez clarificadora y la quena grande de la épica comunal: la música leve, “las pequeñas alas en vuelo”- guardan comunión y es ahí donde uno siente que la poética de los Andes es infinita y está ahí, rebosante de mística, que sientes en tu piel, cuando la caminas, pletórica de una belleza que no se esconde, se brinda.

De ahí, la ofrenda permanente porque a nuestro estar en la Tierra, en esta tierra bendita, hay que agradecerlo, compartirlo, cuidarlo. Porque, además, si todo esto que voy anotando, te ampara, lo demás se puede arreglar o mitigar o alejar del espacio-tiempo de las montañas donde toda esta magia sucede, persistente y cotidianamente. Sólo es cuestión de darse cuenta.

El Tata sucumbió a su propio desgarro[1]: en la cultura occidental, somos viajeros, homo viator, vamos y venimos siempre sobre las mismas heridas, el mismo dolor, la misma tristeza que sabemos de donde viene y a donde va y no hace falta que lo anote.

La canción de los Andes es una canción de redención, de amor, de amor fraterno entre lo humano y la piedra: esa fraternidad no sólo está más allá del bien y del mal, como debe ser -es el amor, diría Federico, otro que se fue al carajo-, sino que también arraiga, enraiza, te fortalece y te nutre: la vida es plena cuando sientes que, a tu alrededor, todo late con vos, todo late -y es mágico- porque es real y, como decía el General, la única verdad es esa, la única verdad es la realidad.


Pablo Cingolani

Antaqawa, 6 de julio de 2022


Viaje al centro de la Tierra: en busca de la illa de las grietas








Todas las fotos fueron tomadas por una humilde Nikon Coolpix. No tienen ningún retoque.
La perrita se llama Nuna (Ajayu, alma, en quechua), la estamos cuidando y adaptando a la montaña -nació muy lejos y en la llanura- y hoy cumplió cuatro meses.
En una de las fotos, Carolina la está ayudando a pasar por un lugar de la trepada donde tenía miedo.
El desnivel de la travesía fue de 500 metros. Nuna se comportó valientemente, se está andinizando.
La quebrada no tiene nombre. Está ubicada a menos de un kilómetro de la puerta de la casa donde vivimos. 


[1] José María Arguedas se suicidó en Lima el 2 de diciembre de 1969. 

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