Kiev en el teléfono


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Primero de agosto. Trato de descifrar en la foto del teléfono de quién es la estatua de este hombre sentado, posiblemente escritor, con el sombrero al lado. Estoy en un barrio, en la colina alta, lleno de edificaciones con placas metálicas en los muros recordando visitas ilustres. Algunos tienen decenas de ellas. Lástima que de ucraniano no sé nada y poco puedo deducir su identidad. Si uno ve el listado de gente que nació, vivió, visitó Kiev, da para asombro. El hombre sentado, en metal supongo bronce, está en un parquecito de entrecruzadas calles. La principal es la calle de Mykhailo Kotsiubynsky, autor ucraniano de principios del XX, pero mirando las fotos en internet creo que no es él. Además la firma expuesta en la roca del monumento evidentemente no la suya. Ya averiguaré. Preguntaré a Viktoriia.

Me siento al lado. Estamos fríos y estáticos los dos. Miramos fijo. La ciudad está atareada. Yo he salido a caminar desde temprano, a explorar kilómetros a la redonda la magia de estas calles tan antiguas. Desde mi departamento en la Tolstoi hasta el río Dnieper, bastante lejos. De ahí hacia el otro lado, hacia arriba y abajo. Tiempo tengo. Hasta la noche que no me acompañaré, quizá. Siempre busco rastros de la Ajmátova, la novia que quise y no tendré. Me la quitó Modigliani, como si no le sobraran alargadas sílfides. Pintar no puedo; viajar en el tiempo, tampoco. Me gusta ver cine de ciencia ficción más que leerla. Así nunca subiré a esas naves para irme al tiempo atrás. En vano la busco (a Anna) en las páginas de H.G. Wells, en las cavernas de Verne, en la perdida ciudad de Z, no lejos de donde he de morir. Ella no viene, asiste al fusilamiento de Gumiliev, se entristece, escribe cuando tiene hambre y escribe al tomar té. Otoño, pero día soleado, nada que ver con un entorno de decaimiento, el verde del césped desmiente las grisáceas ojeras de los ventanales de alquiler. Eso no me ayuda. Calor en mi espalda como en los adobes puestos a secar. Ni qué hablar de mi acompañante férreo, no suda porque no suda el hierro, pero que calor tiene, igual que yo, seguro.

Con el dedo sigo mis pasos por Kiev. Encuentro varias preciosas fotos de arboleda añeja. Jardín Botánico A.V. Fomin. Se me hizo íntimo. Las tardes las pasaba allí, al menos un momento. Recogía un café en la parte de abajo, donde mi calle termina y se bifurca, y me iba a sentar debajo de inmensos árboles que derramaban semillas. Cómo pensar en la guerra en tal paz. Imposible. Imaginaba mujeres, las recordaba, contaba con los dedos mis errores y me sobraban dedos. Modorra de estirar las piernas. Ni siquiera abrir el libro de bolsillo que cargo en la chamarra. A ratos un jubilado pasa por pasadizos aledaños. Desciendo los mosaicos de piedra de la acera y me hago de otro café, arriesgo un poco y camino una cuadra para comprarme una masita dulce de nombre imposible. La señalo con el dedo. Y retorno al parque, a gastar el tiempo que me he regalado a mí mismo luego de treinta años de trabajo físico. No dolía la espalda como lo hace hoy, pero se sentían años en las corvas. A mis cincuenta y tantos, producto de la brutalidad. Pero qué importa ahora. Remuevo con el pie los restos de la floresta pulverizada. Un perro negro atraviesa el bosque buscando a su dueña. Me levanto, cierro bien la chamarra y decido subir hacia la universidad para sentarme de nuevo en el parque enfrente, con la estatua de pie de un Shevchenko cagado por las palomas. Cuando me dé hambre buscaré una tasca tártara para comer pastel de carne con cerveza. En Kharkiv lo hacía, no lejos del hotel: cerveza en vaso plástico y pastel uzbeko que preparaban a la vista dos ágiles muchachas de ojos horizontales. Aquí en Kiev había más sofisticación, desde el anuncio de platos de la tradición tártara, vaya exotismo. Afortunado yo, en realidad, y libre. Pleno de nostalgias, sí, de casa y mujer, de seguridad hogareña, pero postergué demasiado huir de aquello, de anquilosarme y bambolear nietos en las faldas. No digo que esté mal, pero no entonces, no ahora ni todavía.

Gigantesca ciudad, Kiev, muchísimas imágenes de mi libre albedrío, hasta el sofisticado mall llamado Gulliver a donde me lleva una muchacha de vestido negro y sombrero. Nada que me impresione, parece Estados Unidos, pero concedo a la alegría de otros que nada pierdo y gano un beso.

En Gulliver, deliciosa tarta, café. Verla a ella modelar vestidos que iluminan su belleza. Ha caído la noche sobre Kiev. Un taxi espera para salir a veinte kilómetros de la ciudad, a los pueblitos que rodean la urbe, los que se han hecho tristemente famosos en este año. La estepa parece no tener fin. Si entrecierro los ojos, las luces de las casas de extramuros son mis luciérnagas.

¿Telefonito, telefonito, qué has de mostrarme ahora que no me acuerde? El gran arco que da al río, imagen emblemática de la capital. El también famoso monumento de una pareja soviética; los navegantes que fundaron Kiev. Estos parecen eslavos. En el centro de la ciudad hay otro hermoso monumento a Rurik y los escandinavos. La epopeya de bajar desde el Báltico al Negro. O eran desesperados o eran poetas. No los dos, porque un poeta desesperado se ahoga, no puede manipular velas ni cortar con espadas.

Cerca del río un edificio de color verde crema, de una planta. Representaba para mí la Europa Central y Oriental. Parecía salido de una película. No sé por qué pensé en el Convento Smolny, muy diferente, en Lenin y el tren de Finlandia, en San Petersburgo y las enormes distancias entre pueblos hermanos. Al fin, el Dnieper. ¿Cómo explicarlo? Un universo de lecturas, miles de imágenes, el tacto y la pasión de la vida entera. Sienkiewicz sobre todo. E historia, libros de historia, crónicas, ensayos, poetas y prosistas. El bastón de mando de Bohdan Zynovii Mykhailovych Khmelnytskyi, el recuerdo de su encuentro en la estepa con un húsar polaco que le salva la vida de un grupo de asaltantes. El cometa de 1647. Presagios. Cruces ígneas en el cielo. El trigo que ha tomado color carmesí al caer el sol. El silencio de la estepa antecede al martirio. Cascadas de sangre caerán de los palos ensebados, cucañas de muerte.

Estoy en el vestíbulo de Santa Sofía y no entro. Un rumor casi religioso rueda por los resquicios de mi alma. Prefiero mantener inviolado aquel espacio, no quiero despertar lo que no sé. Tomo asiento en un banco de madera, al pie de una iglesia de medieval madera, imagino a los mongoles asolándola; más que el espacio de Dios es este un bastión de guerra. En esas cavilaciones estoy hasta que una muchacha gitana y sus cuatro niños me preguntan si puedo comprarles el supermercado. Soy italiana, dice, pero es roma. A media cuadra está la tienda. Eligen un montón de cosas, chocolates para los niños; pago veinte o treinta dólares. Quiere besarme las manos. Vuelvo a los torreones de madera del Altísimo contra la Horda de Oro y pienso.

Decido caminar a casa. Me ubico, mi cabeza tiene dotes de brújula. Voy tomando fotos de grandes edificios en penumbra. Hace un poco de frío. Subo los escalones hasta el piso quinto. El vecino está ahora con Credence en su tocadiscos. No lo conozco, solo oigo. En la mesa de fórmica de la cocina acomodo una taza de humeante café y tuesto chorizos con huevo revuelto. Pesado pan negro; pesado. Venga la noche.

Tantas tomas de lugares tantos. Comidas también. Delgados embutidos fritos con pickles de pepino más cerveza ligera y dorada local. Infaltable pan oscuro, sólido como un ladrillo. Arenques fríos y pepinillos al vinagre. Pido que añadan papa frita. Cordero asado al estilo turco, en cama de arroz con azafrán, delicioso. Alrededor de mi barrio, en la avenida transversal a la mía. El cordero en el 133 de la calle Saksahanskoho, lo anoté. No he visto en Kiev tanta comida callejera como en Odessa, pero sí más vendedores de frutas y verduras. He escrito tantas veces ya acerca de las granadas cuarteadas, pareciera la fruta preferida. Además de los cafés servidos desde automóviles abiertos parqueados en alguna esquina. Viejitos de a pie, parejas, sentados en cajas de madera ofreciendo café en vasitos de plástico, siempre con la anciana poniendo el azúcar y batiéndolo con mínima cucharilla. Lo envuelvo en servilleta para no quemarme, o en mi pañuelo, y voy observando buses repletos de gente, con emperatrices colgando de las puertas, sin tocados de armiño sino simples pantalones vaqueros al fin de las horas de trabajo.

Entro a una tienda de recuerdos. Matrioskas de todo tipo y tamaño, con rostros de Putin en grande y reduciéndose hasta el más pequeño: el calvo Ulianov. O lo opuesto, siendo el menor el actual monstruo del Kremlin. Estoy seguro que esas piezas desaparecieron, destruidas, quemadas como invocando el mal para los enemigos. Compro unos huevos de madera en miniatura con iconos pintados. Una campana con el nombre la ciudad, algunos magnetos para refrigerador. Quiero una camisa ucraniana porque me gustan sus diseños. Lo postergo para otro rato.

Vine a conocer un par de mujeres con las que mantenía correspondencia y hoy me distraigo en las calles, no en los hinchados labios que crean para hacerlos seductores. No me seducen. Comida de costillas con salsa dulce. Calle de Symona Petliury, Simón Petliura, nacionalista ucraniano asesino de judíos.

Otro día contaré más. Suenan las cuatro en Denver. El centro caribeño al lado del parque botánico está cerrado. No imagino salsa de Willy Colón en la crepuscular Kiev. A no ser que cuando se hace oscuro, ébanos cubanos salgan de sus escondites y meneen a bellísimas ucranias con cintura de carrete de hilo.

01/08/2022

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