La luna y el esturión


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Luna de esturión. Se suponía que iba a ser roja, montañas Sangre de Cristo. Solo es brillosa. Noche del 11 de agosto, amanecer del 12. Super luna para los pescadores del pez fósil. Tiempo del perigeo. Los Ojibwa salen en la noche iluminada en busca del monstruo que alimenta. Los Anishinabeg, la gente de Odaawaa-Zaaga'iganiing, la tribu de los Lac Courte Oreilles, a orillas del lago mar. Al mismo tiempo anuncian que desde las perseidas, constelación de Perseo, se derramarán como cada agosto las lágrimas de San Lorenzo, santo de Huesca. Dicen que las vertió cuando lo asaban en una parrilla por órdenes del pérfido Valeriano. Cuentan que Lorenzo en medio del tormento pronunció lo siguiente: “Assum est, inqüit, versa et manduca” (“Asado está, parece, dale la vuelta y come”). Llora cuando nadie lo ve, cuando conduzco por las calles de Centennial y estamos a solas él y yo. Lluvia de meteoros.

Recuerdo dos programas de aquella estupenda serie televisiva River Monsters acerca del esturión. Uno era en el Amur y el esturión tipo beluga, el mayor de todos. En la memoria tengo que el peso del ejemplar era de mil kilos, deseo dos mil. Los que fueren, esa maravillosa criatura con ciento treinta y seis millones de cumpleaños está desapareciendo. ¿Cuántos tigres quedan en el Amur? Tal vez al último lo mató Dersu Uzala, cazador enano. En nieve profunda hay profusión de rayos naranjas, una máscara china que sonríe amenazante, un voluminoso gato muy ágil para su peso. Hoy la nieve cae y cubre: durmientes de ferrocarril como abrojos, sendas y repuestos de autos devorados por el orín. Se hace un manto blanco, intocable mortaja por donde los felinos no caminan más. En el fondo del río ancho, cuando el barro se junta a las escamas de roca y el lodo tiene dos ojillos vivos imperceptibles, duerme el último beluga. Matarlo dará de comer a un centenar, a un millar. Luego el agua va a discurrir sin remolinos, agua aburrida a desembocar en el fin de la historia. Cuando ellos no están solo hay réquiem.

El otro era un esturión blanco. Desde el cielo se avistaba un monstruo antediluviano. Leo acerca de doscientos cincuenta millones de años. Una cifra u otra es demasiado para contarla con los dedos. Desembocadura de ríos en el paradisíaco noroeste norteamericano, tal vez la geografía más bella de un país ya hermoso en mucho. Sombra de cuatro metros debajo del agua, con pico y aristas. A esto va el pescador sobrecogido por la naturaleza. En la floresta viven peludos homínidos y la vida en apariencia no vale nada. No valió la de los nativos, pocos quedan, coloridos en las máscaras de los Tinglit y los Haida, en las hermosas representaciones de orcas asesinas y tótems de cabezas sobrepuestas.

Me impacta esto de la luna de esturión. Vivimos al margen de la belleza, corremos por lo trivial, enloquecemos con parejas que son esbozos humanos. La luna brilla, tal vez esté carmesí en otra posición del mundo. El pez se extendía en gran superficie que cada vez decrece. Un día esta luna será la luna sin esturión, y estará blanca como novia, lívida similar a muerta.

He mirado anoche la luna al menos cincuenta veces, escudriñando por un coletazo de pez que moviese sus manchas. Quedó allí, subiendo y bajando por la oscuridad, ojo a la izquierda, a la derecha ojo, mirada arriba, abajo mirada. Solloza el santo de Huesca por sus costillas tostadas, nunca sabría aquel que al otro lado del gran líquido hombres morenos, color de asado, preparaban redes, flechas, lanzas y utensilios de comer para salir a buscar la bendición de la carne. Al santo le pesaba que estando el plato ya preparado, él, no hubiese comensales de dispuestos platos. Asar para no comer tiene que ser pecado. Y que en Roma se comía carne humana no lo dudo, hasta cruda y huérfana de sal. La muerte lo llevó al cielo sin tormentos, al mar de estrellas donde Perseo acecha inmemorial a Medusa que va convirtiendo todo en piedra. Tal vez ella tuvo en los ojos al esturión e iba tallándolo en roca hasta que este huyó hundiéndose en el fango. Trabajo a medias. En el universo superior o inferior, en perigeos o apogeos, se contemplan unos a otros, ajenos a la miseria humana y su hato de días insomnes y ridículos. La luna permanecerá cuando no estemos. Nadie podrá nombrarla con mote de pez o de gavilla de heno. Astro color de grano, a ratos.

Los indios de orejas cortas se aprestan al festín que demandará trabajo. En otros mares al sur, en una isla donde desapareció el hombre y quedaron sus moais, se despellejan entre ellos orejas cortas y orejones. Ni uno ni otro ha de quedar, cuando se corte el último árbol de Pascua habrá perecido el postrero hijo. Si tigres y esturiones dejan de moverse, se plasman como memoria en viñetas coloridas, la hora habrá sonado. El despertador insiste, pero no despierta, mata. No será más “es hora de ir a trabajar” sino “es hora de morir”. Beso la luna de julio que es la de heno y me abrazo a la dorada de esturión que viene anoche. Yo todavía sueño, la miro y aúllo. Cofradía de vampiros, carniceros hombres lobo con fauces de dientes de sable, suaves como amapolas.

11/08/2022

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