Son palabras de hace cuarenta años atrás. En lugar del riguroso frac, quien las pronuncia lleva puesta la típica prenda caribeña, el liquiliqui, rompiendo así la tradición ceremonial en la consigna de los Nobel, es el 1982. En ellas hay el curso de un tiempo y el silencio y el grito del mismo tiempo, la exageración real que la magia hizo literaria. Una literatura que llegó por primera vez y con tanta energía a Europa. En los bolsillos traseros de los jeans Cien años de soledad entraba cabal. Feltrinelli visionario con su edición de bolsillo, Barral que incrementa popularidad y leyenda.
¿Qué es lo que queda de toda esta imaginación? Aunque Antonio Pigafetta, que no era florentino sino vicentino y hubiera podido narrar en otra bitácora, también la travesía de Pietro Querini o del más famoso de sus compaisanos, Marco Polo… ¿y que es de los seres “imaginarios” y de los misterios indescifrables que narraron Cabeza de Vaca y los demás “alucinados” cronistas de Indias? Estaban ahí todos los caudillos y Anita Garibaldi, el injusto intercambio, un espejo convexo, una moneda a cambio de mil monedas. En búsqueda, tal vez, del universo eterno de los antiguos griegos, la totalidad que se repite y retorna a su lugar, propio como Ulises.
¿Qué aportaron las democracias, en destituir “esta realidad descomunal” que el Gabo llevó en su discurso hasta Estocolmo, contagiando la soledad de todo un continente? Seguimos sin descifrar las cicatrices que sentí también mías, desde aquel día que en un parque de una ciudad del norte de Italia me puse a leer el libro que me desveló un mundo de sordo pánico, utilizando las palabras poéticas de Álvaro Mutis, y que como destino me llevaron aquí donde vivo ahora, en América Latina. Todo el imaginario de aquella primera lectura sigue como una lupa, un decodificador de mis miradas, un traductor simultáneo de mí escuchar, un intérprete de mí oír. En aquel parque inició mi viaje.
Hoy miro si sigue ahí el guiño a la muerte de Faulkner, negando el fin del hombre y de la Historia. Voy escuchando si siguen ladrando los perros de Rulfo y si Sapucai, Tocaia Grande, Tirinea y Santa María siguen ahí, en la ausente mirada atónita del Viejo continente. El Viejo continente, adonde hoy llegan a diario miles y miles de condenados de la tierra, no en búsqueda del origen del gran mestizaje o para entender porque el gran fratricidio no enseñó nada a nadie, sino perpetuando todas las soledades de todas las Yoknapatawpha de nuestros irrequietos imaginarios clandestinos. Tierra dividida en nuestros sueños y en nuestras conciencias. Y con la imposibilidad de superar o eliminar la alienación de nuestro tiempo, de conjugar verdad, belleza y bien sin dejar de un lado la suma de esfuerzos desmesurados e inútiles y de dramas condenados al olvido.
Después de cuarenta años, ¿seguimos solos?
Maurizio Bagatin, 9 agosto 2022
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