Porque querer enseñarle a la vida
Si es la vida la que te enseña…
Cazuza
A Carolina y a Juliana
Susurraba la parca:
-Quédate, Pablo, quédate…
La tristeza llama a la tristeza. El dolor llama a más dolor. La tristeza y el dolor juntos convocan a la muerte. La muerte, siempre precisa, jamás falta a una cita, se alista, se embellece, se engalana.
-Vení, vas a estar bien…-me insistía.
Donde me cortejaba la muy mortífera era uno de sus más señalados santuarios: una quebrada. Las moles de los cerros se angostaban cada vez más, vos sentías que se caían, se querían caer encima de ti -morir es fácil dentro de una quebrada- y yo andaba, seguía andando, con el corazón pesaroso y revuelto, preguntándome si no había un fondo de verdad: la muerte se palpaba, podías tocarla, te iba envolviendo, se volvía placentera, caminaba con vos, internándote cada vez más entre los laberintos de la piedra sedimentada, esa piedra tan amada y tan traicionera, compañera de la muerte, su aliada fiel, segura tumba.
-Vení, Pablo, vení…-era un clamor.
De repente, algo pasó.
Algo inesperado.
¿Creen en las epifanías?
Andaba necesitando una…
Hallándome en medio de un hueco temible, jadeando por la trepada, a tan solo cinco, seis metros, nada, encima de mi cabeza, como si fueran dos mensajeros de algo decisivo, dos pequeños aviones supersónicos, dos bólidos imparables e implacables en el mensaje que querían transmitirme, aparecieron, haciendo sombra -eran entre las dos y media y las tres de la tarde y el sol que se colaba en el abismo se estremeció- dos tremendos alkamaris, pájaros maría -María: la madre de Jesús, María: la madre, todas las madres, mi mamá- siempre benefactores de los caminantes, siempre protectores de los andariegos -los tumaycos-, siempre portadores de la buena ventura y la clarificación purificadora del ajayu. Los vi paneando encima de mí y, de verdad, me sorprendí: el lugar era tan estrecho que me dije, mierda, estos bichos me vinieron a buscar a mí, carecía de dudas y por eso me detuve.
Respiré. Como un reflejo, me acordé del Riki, de mi hermano orureño y compañero de rutas de una vida y algo más, y recordé ese huaynito que el siempre cantaba cuando andábamos juntos yendo y viniendo otras quebradas. Decía:
Por las quebradas iré
Y no moriré, no moriré…
El lo repetía como un mantra. Sabía mi amigo: las quebradas son siempre un lugar peligroso, impredecible, la vida y la muerte se conjugan, a cada paso. Todo puede sucederte. Estaba inmerso en esos pensamientos, cuando sucedió otro hecho, más inesperado aún que el que ya conté. Empecé a escuchar unos sonidos. Unos sonidos penetrantes, unos sonidos que, también, portaban algo, algo insistente -porque el sonido se repetía-, algo también decisivo -era tensionante. Buscaba hacerse llegar.
Empecé a buscar el sonido a mi alrededor. Quería sincronizar mis ojos con mis oídos en medio del caos geológico de la quebrada, del hueco de la santa tierra donde me encontraba, y no lo hallaba, no lo hallaba, hasta que alcé la mirada y los vi, seguían estando allí: eran los alkamaris.
Los muy mensajeros del destino se habían posado -macho y hembra- en una pared de arenisca impresionante y cuando hicimos contacto visual -porque, no lo duden, hicimos contacto visual y, en realidad, ellos estaban esperando eso, esto es: que yo, de una vez, los viera-, empezamos un diálogo imposible de transcribir tal cual pero que sintetizo así. Los alkamaris, los pájaros del destino, me dijeron:
-Tu mamá te quiere vivo, esa es la mejor manera de honrarla, no te inundes de tristeza, dejá el dolor en la quebrada, y seguí caminando, seguí caminando que eso es lo quiere ella…
La muerte, la muy mortífera, que hasta ese momento seguía caminando a mi lado, susurrando, jodiéndome la paciencia, desapareció, se fugó por una grieta, se fue de allí. Los pájaros volaron, no me dijeron adiós -un alkamari nunca te abandona-, simplemente, se fueron, volaron para que el destino suceda, siga su rumbo, mande señales.
Y así fue, ukamau: seguí mi camino y, siempre de improviso, vi unas pequeñas apachetas, señalando al destino. Me interné por una grieta de la quebrada que no conocía. Me dije: es un mensaje de los pájaros, es un mensaje de mi mamá. Confía: nunca dudes, la fe es lo que te guía. En el ámbito maravilloso y siempre nutriente de la fe, todo sucede, todo está marcado, todo te guía. En este caso, era mi mamá la que me guiaba. Y volvió a suceder, el prodigio o el milagro, como quieran llamarlo: de improviso, estaba en un cañadón profundo como el amor que yo sentía por ella y el angosto se empezó a llenar de helechos, ¡helechos en las alturas de La Paz!, helechos prodigiosos o milagrosos, como quieran llamarlos, que me hicieron recordar a los helechos que mi mamá cuidaba en su balcón de su casa allá en Flores, allá en Buenos Aires, donde vivía.
Esos helechos y esos pájaros, yo sé, lo sé ahora, fueron mi conjuro y mi antídoto contra la muerte que siempre es un atajo contra el dolor y la tristeza.
Esos helechos y esos pájaros, yo sé, lo sé ahora, eran los mensajeros de mi mamá, de toda la vida que me brindó, de toda la vida que yo recibí de ella.
La honré con una piedra blanca, bella como ella, bella como Eda, en la apacheta de Tiñipata, en una altipampa hermosa, que brillaba como sólo brillan las punas, cuando el sol, el sol de los Andes, las acaricia con su luz.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 10 de agosto de 2022
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