Ilia Ehrenburg, un ruso universal


Claudio Ferrufino-Coqueugniot/1996

En el complejo panorama de la Rusia revolucionaria, la intelectualidad se vio conminada a acatar las reglas de juego establecidas por el partido comunista. De allí nació el silencio de Isaak Babel, la pensativa y lejana disidencia de Víctor Shklovski, la muerte de Mandelstam y Meyerhold... Máximo Gorki permaneció intocado, era demasiado grande para que se le animaran. A pesar de sus escritos "inoportunos", textos de dura crítica al régimen soviético, representó, hasta su muerte, el papel de cabeza visible de los literatos rusos. Bajo su sombra, antes y después de 1917, se desarrolló gran parte de la mejor literatura rusa y soviética. El solitario Gorki había establecido líneas a seguir que lo perduraron e hicieron permanecer las obras de su país entre las mejores del mundo, al menos hasta la década del treinta. Luego, la guerra, el endiosamiento de Stalin, la azarosa reconstrucción, barrieron los últimos vestigios de lo que había sido un sol de inteligencia y talento en Europa.

En medio de esa confusión, la figura de Ilia Ehrenburg se levanta como una columna. Escritor que residió principalmente en el extranjero, tuvo, sin embargo, una gran influencia sobre los artistas rusos de su generación, además de un descollante papel como periodista y defensor de la nueva Unión Soviética en occidente.

Denunció las atrocidades del capitalismo, las grandes compañías que lucraban con el sudor y la muerte proletarios. Varias de sus novelas se basan en la vida de esos gigantes del capital, como el sueco Kreuger, rey del fósforo, de quien dice, entre otras cosas, que ayudó a derrocar un gobierno en Bolivia. Relata, igualmente, cómo crecía el imperio del emperador del calzado, un checo, hijo de zapatero, que se llamó Tomás Bata. El destino se transformó en trágico para muchos de estos magnates, como si la pluma del escritor soviético los hubiese condenado a muerte por sus crímenes. Bata murió en un accidente de aviación. Eastman, el de la Kodak, se suicidó; así lo hizo Kreuger. Swift, dueño absoluto de la carne enlatada, se tiró desde un edificio. Recuerdo que en los Estados Unidos, en los primeros y duros tiempos de la inmigración, los bolivianos hacíamos cola para que nos regalaran carne enlatada Swift. Y me acuerdo también lo casi cómico que resultaba ello, para mí, cuando pensaba en el tercer tomo de memorias de Ehrenburg donde se contaba esto. Los sudamericanos éramos alimentados con los productos de un rico suicida.

Entre las historias de millonarios, Ilia Ehrenburg, menciona, poco antes del inicio de la guerra del Chaco, la lucha por la preeminencia mundial del petróleo. Él prefiguró, sin situarlo geográficamente, el enfrentamiento de intereses de las compañías petroleras que derivó en el conflicto chaqueño. Esas, en líneas generales, son las etapas de la vida del escritor que lo relacionan con Bolivia. No sé de otras. Cabe, como nota, mencionar una bella fotografía, existente en el Salón del Escritor, en Cochabamba, en la que aparecen, en alguna ciudad de Europa Central, en un congreso por la paz, los escritores nacionales Jesús Lara y Gonzalo Vásquez Méndez, con Ilia Ehrenburg al fondo.

Conozco a Ehrenburg gracias a mi padre, a las anotaciones sobre él en los libros de la Guerra Civil Española que me hacía leer. Con el tiempo encontré su voz en Hans Magnus Enzensberger y, más cerca, en su propia España: república de trabajadores. Sus apreciaciones ibéricas son a veces erradas. La influencia marxista lo hacía entrever el panorama político español con posiciones estáticas. Mas su gran amor por España, y por la causa revolucionaria, hacen de este texto algo hermoso.

No era ambiguo. Su amistad con los surrealistas, sus poemas, sus artículos periodísticos, no estaban separados de su ideología. Se desenvolvía en el mundo de la bohemia occidental; frecuentaba el Dôme, usaba un extravagante sombrero, que puede ser visto en uno de los retratos colectivos del grupo surrealista, por Max Ernst. Pero, a su vez, y quizá por esa falta de íntima y permanente convivencia con la realidad soviética, Ehrenburg fue un gran defensor del esquema social ruso.

Ya muerto Stalin, luchó por la apertura del sistema. Ehrenburg fue uno de los pocos artistas de la era soviética con posibilidades de reunir en sí los dos polos de una realidad: la vida artística, al estilo occidental, y la de militante combativo por un humanismo socialista. Cuando falleció el dictador, Stalin, se encontró entre sus papeles privados una lista de nombres sobre los cuales había anotado: NO TOCAR. Shostakovich, Pasternak, Ehrenburg eran parte de esa lista salvadora.

Pablo Neruda habla mucho de Ilia Ehrenburg. Su nombre es uno de los más mentados en Confieso que he vivido, las memorias del poeta chileno. No extrañe tal, el ruso fue una especie de hermano mayor para varios artistas, no sólo por talento y experiencia, sino, sobre todo, por la conjunción que tenía lugar en él de dos cosas aparentemente alejadas entre sí: Ilia había hecho del pequeño burgués de charla y café un revolucionario, y del hombre de acción, un plácido parroquiano de bar; sin dificultad. No se encuentra en sus memorias signo alguno de que aquella dualidad lo mortificara, y eso es trascendente viniendo de un autor que representaba al país que cambiaba las estructuras del mundo.

Mi deuda personal con Ilia Ehrenburg es inmensa. Admiré su novela La conspiración de los Iguales, que develó el misterio que tenía para mí la historia de Graco Babeuf, el revolucionario francés. Julio Jurenito y España: república de trabajadores formaron parte de mis primeros libros importantes. Lo primordial fue que, a través de sus tres tomos de memorias, conocí a escritores que de otro modo hubiera soslayado. El más importante de ellos fue Isaak E. Babel, amigo personal suyo, el más rico narrador salido de la revolución. Caballería roja, crónica de la guerra polaco-soviética de 1920, es, quizá, el libro con mayor influencia en mi formación como escritor. A pesar de no ser cuentista, la belleza de este pequeño escrito de la caballería cosaca de Budionny, vista y vivida por un judío de principios de siglo, me marcó para siempre.

Los poetas Markish y Bagritski, este último de Odessa, como I.E. Babel, también forman parte de los escritores que me presentó Ehrenburg. Y Panait Istrati, de quien leí toda su obra y que ha sido malamente olvidado. Konstantin Fedin, Alexander Fadéiev, Velemir Jlébnikov, Andrei Bieli. Durante años guardé las imágenes que de Bieli relataba Ehrenburg. No fue sino hasta 1990 que lo leí, en edición inglesa. St. Petersburg, obra impresionante, ha sido comparada en importancia al Ulises, de Joyce. La mala suerte de leerlo en un idioma ajeno me impidió apreciarlo en tal magnitud, sin dejar por ello de quedar sorprendido por una prosa inigualable. Otro grande venido de las Memorias fue Boris Pilniak.

Entre los austríacos, había dedicado un capítulo a su conocimiento de Joseph Roth. Así ingresé en un fantástico mundo donde La marcha de Radetzki era el núcleo. En Roth, reviví la geografía de la Galitzia austríaca, que fuera polaca en la obra de Henrik Sienkiewicz. Reconocí los lugares de mis sueños épicos de infancia. Cuando Ilia Ehrenburg marca a un artista y lo elogia, hay que ir a él sin dudar un instante. Su gusto es certero.

Apareció el tierno poeta polaco Julián Tuwim, a quien yo ponía en servilletas para conquistar a Elisabeth M.; Ernst Töller, escritor y comunario alemán; Robert Desnos, visto no como el poeta de la escritura automática, sino como el dulce y férreo revolucionario que escribía cartas de amor desde el campo de concentración; León Feutchwanger, autor germano, y de cuyo Goya hicieron los rusos una magistral película que se mostró en Cochabamba en marzo del 86. Me acuerdo, porque la vimos entre tres, dos hombres y una mujer. Ella al medio, y los dos mordiéndonos los dedos porque no nos animábamos a tomarle las manos... La lista es interminable. Los recuerdos de Eisenstein, la pintura de Jules Pascin. Por Ehrenburg me quedé, observando, las grises telas del pintor en un lluvioso París de octubre...

Abrir las cajas de libros que dejé cuando partí, me produce nostalgia. No es la primera vez que escribo sobre Ilia Ehrenburg, y mucho de lo que digo quizá lo estoy repitiendo. Pero, gracias a Heráclito, ni él es el mismo, ni yo tampoco. El texto viene a ser entonces el reencuentro de dos desconocidos, aunque parezca raro.

Cochabamba, agosto del 96
_____

Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 08/09/96
Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 29/09/96
Imagen: Marevna (Marie Vorobieff), Hommage aux amis de Montparnasse, 1961, Musée du Petit Palais, Genève. Ehrenburg, con sombrero, fila superior, segundo de la izquierda.

Publicar un comentario

0 Comentarios