Lavando platos en Covent Garden


De anglosajón nunca tuve nada, aparte la onomatopeya del apellido de mi madre. Siendo ella veneciana, es solo un espejismo del lenguaje. Paz para Wittgenstein y Tullio De Mauro.

El Bar Barcelona era nuestro lugar de encuentro nocturno, cuando puntual, a las once, el toque de queda de los pubs londinenses nos hacía migrar hacia barrios más limítrofes a Brighton o a Notting Hill. En Portobello Road era el perfume a ganja el atractivo, ahí los jamaiquinos mezclaban paraísos artificiales y especias del Caribe. Ron y canela. En Soho iba con la esperanza de encontrar una fumeria como en los tiempos de Rimbaud y Verlaine. Tanta era la fama de este barrio y ni la sombra de Mr Nice, el Howard Marks de nuestras búsquedas ya estaba preso en alguna cárcel de super seguridad de los yanqui…

Lavaba platos en un restaurante italiano en Covent Garden, somalíes y portugueses eran mis compinches, pasado colonial y saudade iban creando una misceláneas de rara negritud; los somalíes cantaban canciones italianas que sus abuelos les habían enseñado cuando eran niños -el menor de ellos tenía colgada en su cuello una medalla con la bandera de Italia de la casa de los Saboya- y lo hacían con profunda delicia, parecía amor patrio. Los portugueses estaban siempre mirando un horizonte imposible, el viaje de Vasco da Gama y una canción de Amalia Rodrigues.

A la inauguración de un centro cultural suizo -recordando a ciertas atmosferas que creaba Robert Walser- sin un centavo en el bolsillo y con mucha gana de joder, nos embutimos de sándwiches de jamones italianos y nos embriagamos con vino alemán. De suizo no había que unas cuantas banderas y unas enormes fotos de Hermann Hesse, de Max Frisch y de Jean-Jaques Rousseau colgadas a una pared. A limosna grande correspondió una dulce venganza, los pepinillos fueron la indigestión de toda una noche, como La avería de Friedrich Dürrenmatt…

La visita al British Museum me confirmó lo que desde un principio había visto, no encontrarás nunca un ingles blanco trabajando, que no sea con su James Bond y saliendo apresurado de la City para alcanzar su pub preferido para tomarse con su mejor amigo la pinta de cerveza, la que luego lo conducirá hasta su casa. El sábado al estadio (sábado inglés le seguía diciendo mi tío al sábado de medio día trabajado) y el domingo escuchando en Hyde Park a moros y cristianos que blasfeman, algunos paseando en Canary Warf con mujeres distraídas, niños pálidos y pecosos o mirando el Big Ben, seguros de un final shakesperiano para todas sus vidas. En perfectas sintonías con una novela contemporánea de Ian McEwan o con la sutil ironía de G.K Chesterton.

Los ingleses siguen siendo un misterio para mí, hooligans y gentleman que manejan sus autos a la izquierda, que siguen desayunando tocino con ginebra y cenando en Covent Garden, donde los platos siguen lavándolos somalíes y portugueses, una vez también un italiano.

Maurizio Bagatin, septiembre 2022
Imagen: James Gillaray

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